
DESPEDIDA
Para mi madre
Al despedir sus despojos, les dije que conocí a Mamá como una jovencita de pueblo, en medio de un grupo de amigas que, entre lágrimas y mocos, leían novelones románticos como “Honor de esposa y corazón de madre” y “La panadera”. Olvidé nombrarles “Malditas sean las mujeres” y “Aura o las violetas”. Se pasaban el libro de mano en mano, tratando de completar tal vez un párrafo. De verdad, yo ni entendía ni estaba interesado en el tema: sé de los títulos porque siendo ya mayorcito, cuando el Abuelo me ordenó recoger los cachivaches y basuras antes de derrumbar la casa vieja, me reencontré con esos viejos ejemplares de Editorial TOR, que reconocí inmediatamente. Los aparté de las sillas de montar a caballo, de las enjalmas y de las cajas de gallos de pelea, con ánimo de leerlos posteriormente. Recuerdo que los guardé con cariño en el vano de una pared en el cuarto de las tías; pero no sé cómo ni cuándo, de allí, los perdí definitivamente.
Al final de mis palabras en esa despedida y casi sin poder contener mis propios sollozos, les expresé que esa experiencia aterradora de mujeres llorando sobre un libro fue mi experiencia fundante de pregunta definitiva: ¿Qué son, qué contienen en particular los libros; esas cosas de papel y garrapatas de tinta, que detienen la palabra, que rompen la continuidad de la voz y abren las rendijas para el moqueo y las lágrimas? ¿Cuál es su profundo secreto?
No me alcanzó el aliento para contarles que, huyendo de la violencia liberal-conservadora de finales de la década de 1940 y a comienzo de 1950, llegamos a la muy goda y muy leal ciudad de Tunja. Ahí llegamos desorientados, a vivir en un cuartico de inquilinato, rodeados de desconocidos, sin saludo ni pasado común. Ahí llegamos a pasar el día con una mazamorra de maíz mientras la noche se sostenía con una aguadepanela y una mogolla de dos centavos, para entre tres hermanos. Mi Padre agarró por el camino del Llano buscando refugio cerca del líder de las guerrillas liberales, Guadalupe Salcedo. A su sombra y sobre el inmenso llano, estableció plantíos y negocios de arroz que le permitían ahorrar unos pesos para regresar a casa, cada tres o cuatro meses, a responder por vestuarios, útiles escolares y demás gastos educativos y de cariño con Mamá. En un viejo tarro de latón quedaban guardados los últimos billetes y monedas de los negocios del Llano, para la panela, los trocitos de hígado, las libras de harina de maíz, la cebolla y la sal. Papá desaparecía de madrugada y Mamá, sola y rodeada de hijos, administraba ese tesoro como la vida misma. Y esta vida, también era su libro; mejor dicho, su folletín.

A mi hermano y a mí, nos correspondió aprender rápidamente la vía para ir a la esquina de la Plaza de Bolívar, a comprarle al ciego voceador de periódicos y revistas, el número quincenal de la tragedia de amores de Albertico Limonta: “El derecho de nacer”. En los difíciles años del desarraigo, la pobreza y el hambre, jamás faltó la lectura. Así, pues, Jaime ―hermano mío― y todos ustedes que llegaron junto a nosotros a hermanarnos en el dolor de la despedida, fuimos consecuentes con ella el día que usted y yo nos gastamos los dos pesos del regalo del Tío, o que el llanto de mi Madre aquella tarde, al vernos llegar mal comidos pero cargados de papel, fue un revoltijo entre reproche por “malgastar” los recursos venidos inesperadamente, y alegría por la tarea bien hecha de amar la lectura por encima de todas las cosas.
Hoy, sesenta años después de semejante folletín; puesto aquí de pié ante la muerte inevitable, habiendo sufrido a solas en un rincón de mi mundo, el dolor de Mamá que caminaba milímetro a milímetro los intersticios de la enfermedad y la pena sin decir “No más”, creo que cada uno de nosotros ha leído sus propios novelones construyendo el camino hacia sí mismo. Usted, Jaime, al final de su adolescencia, se pasó meses enteros leyendo en inglés el libro de Narciso Irala, escrito originalmente en castellano: “Achieving peace of hart”; Luz Ayda con su novelita de “La mujer de cuatro en conducta”; Mario Enrique y su “Boletín y elegía de las mitas”; de Alvarito no recuerdo porque creo que sólo tenía tiempo para la alegría y la risa; Alicia Milena, niña de tres años y su lectura corrida de la “Cartilla Coquito”; César Augusto leyendo cuanta porquería izquierdista, para escribir con desafío y ritmo familiar su historia de “Maruchenga la pecatriz”; Vicky en el intento de seguir el hilo denso de la “Crítica de la razón pura” de Kant; cada uno con sus propios desafíos lectoescriturales. Yo, por mi parte, alistándome para responder al desafío de la oscura y amenazante clase de religión leí y releí “La única prueba de la existencia de Dios” de Kant con la cual me liberé de tanto disparate mentiroso y metafísico del cura Sabogal y sus secuaces.
Para despedirme de Mamá, quiero expresar mi credo que ella me parió, como si dijera, dos veces ―por lo menos―. La primera vez me dio a la luz, al aire y a su teta. La segunda vez me dio a la inteligencia, a la palabra, al libro, a la disciplina de la razón y a la sensibilidad que sostiene la relación con el mundo, como cuidado de sí.
Muchas gracias por todo, Mamá. Una tardecita de estas habremos de encontrarnos sin conciencia ni nada, como millones de partículas de amor dispersas y mezcladas en la “eternidad” del Universo Mundo. Será “Entonces” sin prevención, sin ansiedad, sin dirección y sin rodeos.
Gratitud a los hermanos, parientes y amigos que nos acompañaron
aquel domingo 27 de junio.

LLEGÓ LA MADRUGADA Y NOS PIDIÓ SU VIDA
In memoriam – A mi hija Liliana
Agradecimiento a los amigos que nos han acompañado
en estos días de soledad.
Llegó la madrugada y nos pidió la vida de Liliana. Reclamó su palabra, la compañía de todos los días, su risa, su melancolía de domingos por la tarde, su compromiso de vivir amistades y trabajos, su petición de caricias y la mirada descubridora de significantes impensados en esos textos que descansan su pereza entre las bibliotecas. Llegó la madrugada y nos la pidió. Uno a uno, llegamos al frente de su lecho rodeado de monitores silenciosos y pujidos del respirador mecánico. Con la mano abierta tocamos el último calor de su piel y acariciamos su cabello claro. En silencio, hicimos compromisos con su memoria y con su hijo; desamarramos los nudos cotidianos y la entregamos sin alternativa. Cuando pensamos que había partido, de pronto, se dio vuelta: hizo el último gesto de la sangre, se despidió del hijo y nos mandó una sonrisa desde la puerta de la sala de espera. Llegó la madrugada y fue silencio. El mar océano la recogió y nos dejó el recuerdo. Hay una lágrima en suspenso.
Lo que quedaba de sí entre nosotros, lo entregamos al fuego paternal que se encargó de devolverla al origen de todas las cosas. Él cerró su círculo y nos dejó las manos para escribir memorias. Ahora, sólo está como una pulsación tranquila, presente como un pasado que no pide o un presente que no se convierte en tarde. Sólo ruego que pase este ardor en la pupila para ir a dormir junto a los nuestros.
Tunja, agosto 23 de 2011
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NOTA BIOGRÁFICA
Edgar Torres Cárdenas (Santana, Boyacá, 1943). Licenciado en Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Colombia, 1975. Durante varias décadas se desempeñó como docente universitario. Profesional independiente en el sector Artes interpretativas, y Asesor académico. Ha publicado diversos artículos sobre crítica de cine y teatro, entre ellos: «Praxis artística y vida política del teatro en Colombia 1955-1980» (Serie Nuevas Lecturas de Historia, Magister de Historia, UPTC, 1990). Actualmente escribe una novela.