ESCRITORES COLOMBIANOS

DONDE NO SE PUEDE CAMINAR DESCALZO | Un cuento de Henry Linares

 

Foto |©Archivo particular

 

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Del libro
DONDE NO SE PUEDE CAMINAR DESCALZO
Resplandor Editorial | 2021

 

 

DONDE NO SE PUEDE CAMINAR DESCALZO

 

La casa está desocupada hace más de seis meses. El pasto del antejardín está tan alto que llega casi a las ventanas y el color blanco de las paredes se ha convertido en un amarillo triste. Hernán y Rufo trepan por la pared del patio trasero y entran por la cocina. Atraviesan la sala entre el claroscuro de la tarde y abren la puerta principal. La casa se llena de susurros; todos se apoyan de espalda contra las paredes. Se sabe que esa tarde van a pelear Ringo y Serafo y la casa está llena. No queda pared de la sala donde recargarse para no quedar en mitad del ring. Ringo representa a Torcoroma y Serafo pelea por San Cristóbal.

Serafo se quita la camisa y deja ver unos brazos secos como dos ramas. Jerry sostiene un guante rojo y blanco debajo del sobaco, y con ambas manos ajusta el otro en la mano derecha de Serafo. Tira del cordón blanco, le da una vuelta a la muñeca y hace el nudo de zapato jalando fuerte las dos orejas. Serafo siente un peso en el pecho que le dificulta respirar. Dos veces había peleado, una a la salida del colegio con el ayudante del taller de mecánica que quedaba al frente, y otra con Fernando Gómez, su amigo, que podía reconocer la marca, el año y el cilindraje de una moto con sólo escucharla. Esa tarde aguantó cubriéndose la cabeza con los guantes, y con un curvo de derecha en el oído de su contrincante acabó la pelea.

 

 

 

©Henry Linares | «Pistorius», escultura. Madera, resina y metal

 

Nunca se consideró un buen peleador, pues siempre la suerte había decidido sus peleas. No le gusta el boxeo y no entiende, o no se acuerda, por qué está esa tarde en una casa abandonada, a oscuras, representando a un barrio que lo tiene sin cuidado. Y además enfrentando a Ringo, que es considerado uno de los mejores peleadores y el más hablador de todos. «Fantoche», piensa Serafo, pero Ringo nunca tenía miedo de pelear con nadie y eso era algo valioso en el barrio.

A Serafo le gustaba más fumar marihuana en las tardes, después del trabajo, visitar a Sandra, su novia del colegio, caminar con los amigos por la carrilera hasta los cementerios del norte (prefería Jardines del Recuerdo, decía que las tumbas eran más elegantes) o subir a las montañas en la madrugada y visitar la tumba del cura que estaba enterrado en La Capilla. «Tenemos dos opciones», decía, «subir atravesando las areneras que están detrás del Manicomio Servitá o subir por las escaleras que llevan al castillo». Las areneras habían devorado las montañas y el castillo estaba perdido entre casas destartaladas en mitad del barrio El Codito. Igual que Serafo, perdido en mitad de las tumbas del cementerio que tanto le gustaba.

La marihuana y las noches en la calle lo devoraron poco a poco. Serafo pensaba que la vida ya la tenía decidida y que no había que forzar más las cosas. Salía a trabajar en las mañanas como vendedor de repuestos para automóviles, trabajo que había heredado de su hermano mayor cuando este se fue para Estado Unidos: heredó los clientes y el maletín negro de cuero cuadrado en el que guardaba los pedidos y facturas. Salía todas las mañanas, vestido de paño y corbata, zapatos lustrados y bien afeitado. Regresaba después de medio día a la casa de la familia, donde vivía con su mamá y sus dos hermanas. Almorzaba, y en la tarde caminaba hasta la olla, La Guarapera, que quedaba detrás del colegio Agustín Fernández, en medio de otra arenera; eran como caries que se multiplicaban. Allí se tomaba dos totumas de guarapo y bajaba con un moño de marihuana que consumía esa misma tarde.

 

 

©Henry Linares | «Equilibrio», escultura. Fundición a la cera perdida  Bronce y madera

 

Se casó con Sandra y la llevó a vivir en dos piezas que construyó en la parte trasera de la casa familiar. Compartían con la familia el baño y la cocina, pero Sandra no soportaba tener que salir y atravesar el patio que separaba las habitaciones para bañarse o para cocinar y fue dejando de cocinar y de bañarse. Pasaba días sin levantarse de la cama y no volvió al trabajo de administradora en un almacén de venta de ropa para dama. Veía a Serafo muy poco y nadie de la casa la visitaba o estaba pendiente de ella. Duraron seis meses casados. El día que la mamá de Sandra fue a visitarla porque hacía más de un mes que no la veía y la encontró con un camisón blanco sucio y descalza, se la llevó para la casa. Serafo siguió viviendo en los dos cuartos. No quiso regresar a su cuarto de siempre en la casa, como su mamá le insistía. Una noche lo encontraron en mitad de un charco de sangre que se mezclaba con la de otros seis cuerpos. Estaban tirados en la carrilera esparcidos entre los rieles como si un rayo los hubiera sorprendido; la mamá dijo que él había salido por un cigarrillo. En el periódico El Espacio salió la foto de la masacre con el titular Limpieza social en el barrio San Cristóbal. Todos sabían que los Cobras recorrían la carrilera y las calles por las noches como aves de rapiña, como una mano negra, pero no entendían porque Serafo estaba esa noche en aquella olla, si él era un perro viejo.

 

 

©Henry Linares | «Pistorius», escultura. Madera, resina y metal

 

Serafo mete la mano izquierda en el guante y siente húmedo el interior. Mueve los dedos entre el sudor, espera que Jerry anude el cordón y cierra los puños con fuerza, chocando los dos guantes. Se adelanta al centro de la sala, levanta la guardia y recibe el primer gancho en el estómago. Un dolor afilado le sube hasta la garganta. Toma una bocanada de aire, el público exclama.

—¡No se duerma, siempre míreme las manos! —dice Ringo, poniendo las manos al frente y mostrándole los guantes abiertos. Serafo ve a Ringo girar hacia la izquierda, mover los pies como Mohamed Ali, con unos pasitos pequeños y rápidos, girar y moverse todo el tiempo. Está petrificado, gira en su eje y mantiene la guardia alta, mirando por entre los guantes. Ringo levanta una mano al aire con un movimiento veloz, Serafo se traga el anzuelo y cierra la guardia. Ringo lanza otro gancho al estómago que lo dobla, haciendo que retroceda.

—¡Atento, atento a las manos! —Ringo se regodea señalando al estómago y dando salticos con cada pierna. Serafo es lanzado de nuevo al centro con la espalda doblada, resoplando por la boca. Ringo se ha quitado la camiseta y muestra la cicatriz que le recorre el vientre de arriba a abajo, llena de nudos gruesos unidos por un camino rojo, casi purulento.

Hacía meses lo habían operado de apendicitis y al segundo día de llegar a la casa se había puesto a tomar aguardiente con los Talero. Estuvo todo un fin de semana tomando y el lunes a la madrugada no podía enderezarse por el dolor en el vientre. Lo llevaron de nuevo al hospital Simón Bolívar y después de varios exámenes y cuidados salió de nuevo a seguir tomando. En esos días mostraba la cicatriz con orgullo y se oprimía los nudos que se le habían formado en cada punto, haciendo salir un pus oscuro como un jarabe descompuesto. Con el tiempo desarrolló diabetes y pasaba temporadas en el hospital, del que salía como un esqueleto. Uno de los hermanos Talero era enfermero en el hospital y le suministraba la insulina cada vez que el dinero no alcanzaba.

Todos conocían a Ringo; las fiestas eran en su casa, tenía a las mejores novias a pesar de ser flaco, desgarbado y con la nariz como un ping-pong, pero siempre les decía cosas hermosas y las trataba como princesas. Era hablador y tenía la frase exacta para cada pregunta. Caminaba por el barrio como el dueño de un hato, con las manos en los bolsillos y el cuello de la chaqueta levantado: un James Dean de barrio. El papá, don Ramón, se había ido de la casa el día que Ringo llegó con la novia embarazada. Ingrid “Vasito de Agua”, como le decían, dejó en el closet la bolsa negra de basura en que llevaba la ropa; Ringo vivió con ella por unos meses. Cuando el hijo nació él no estuvo presente y nunca estuvo en la vida de Bernardo ni de los otros tres hijos que tuvo con diferentes mujeres. La diabetes y el aguardiente lo fueron desmoronando lentamente. Luego vinieron las drogas; el bazuco. La mamá lo veía salir todas las noches, pero «El amor por mi hijo es incuestionable», se decía. Nunca le prohibió nada y cambió muchas cosas en su vida por el amor que le profesaba. Hasta su casa, de la que estaba tan orgullosa, pues era la mejor del barrio, con segundo piso, cocina integral y un cuarto para cada uno de sus cuatro hijos, se convirtió en un inquilinato con todas las habitaciones arrendadas, y Ringo y la mamá arrumados en un cuarto. Don Ramón le pasaba una mensualidad de la que ella le daba la mitad a Ringo que también recibía el arriendo del cuarto que una vez fue suyo. Con este dinero sobrevivía y compraba las drogas que necesitaba. Cuando recibía la pensión o el arriendo del cuarto pasaba días encerrado en la olla, y luego se internaba en el hospital. Se rumoraba en el barrio que Bernardo y sus dos medio hermanos lo encontraron una noche en la carrilera y propinaron una paliza que le destruyó los pulmones. Murió con las costillas rotas, botando sangre por la boca, acostado en la cama que una vez fue de sus papás.

 

 

©Henry Linares | «Equilibrio», escultura. Fundición a la cera perdida | Bronce y madera

 

Ringo rodea a Serafo, girando la mano derecha como un aspa. Serafo aprieta las manos contra el cuero de los guantes, los siente grandes. Espera, el círculo de sombras aúlla cuando Ringo baja los brazos a los lados y mueve el tronco de izquierda a derecha, mostrando la cara descubierta. Serafo sigue el movimiento con los hombros y con la mano lista; Ringo levanta la guardia y lanza una mano al costado. Serafo dispara un recto de derecha y advierte un dolor en la muñeca cuando el guante explota contra la mandíbula. La cabeza se catapulta contra la espalda y Ringo levanta los pies del piso, cayendo de espaldas contra las baldosas de la sala. Los ojos se le ponen blancos por un segundo y relaja todo el cuerpo en un suspiro. Serafo se arrodilla al lado y con los guantes le mueve la cabeza, gritando:

—¿¡Está bien hermano, está bien!?

—Sí, sí, —dice Ringo con un murmullo. —Me habían dicho que me cuidara de esa derecha… qué golpe tan hijueputa… Alcancé a ver un caballo blanco, trotando por el parque.

Los cuerpos se habían despegado de las paredes, llenando la casa. Unos se burlaban de Ringo y otros felicitaban a Serafo. Cuando las luces de dos motos iluminaron la casa, todos corrieron hacia el patio y saltaron por la pared trasera.

 

 

 

 

 

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Derechos reservados
©Henry Linares

 

NOTA BIOGRÁFICA

Bogotá, (1968). Egresado del taller de escritores de la Universidad Central de Bogotá (2012), con formación en artes plásticas y dibujo. Fue invitado a Bogotá cuenta / Nuevos cuentistas colombianos, evento organizado por la Universidad del Rosario en el 2011. Ha participado en el taller de cuento Ciudad de Bogotá (2010); Club de literatura de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño (2011); Taller de edición Palindrome de la Fundación Cultural Libro de Arena (2011); La arquitectura de la mentira con el escritor argentino Pablo Ramos (2011); y Taller virtual de escritores (2012). Incluido en las antologías Líneas flotantes (2013), Cuaderno 2011 (2011), Antología del Club de literatura de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño (2011) y Árbol del Paraíso-Narradores colombianos contemporáneos (Bogotá 2012). Sus cuentos “El arte cuesta” y “Gentil Garzón” fueron publicados en la revista digital Lapalabranet.net de la Fundación Cumbre mundial de paz.

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Las imágenes que acompañan los textos son obra de Henry Linares, ejecutadas en técnica mixta durante diferentes periodos creativos.

 

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