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Dos cuentos de
NI PARA QUÉ DECIR
(2025)
La sonrisa de Ismenia
No le gustaba quedarse sola con su hermana. Tenía que ayudarle con las tareas y darle la cena. No obstante cuidarla y hacer todo por ella, siempre resultaba regañada o azotada.
Además de ser algo enfermiza, se había vuelto rebelde y voluntariosa. Cuando quería algo y no lo obtenía pronto, chillaba, gritaba, se hacía la enferma y se lamentaba con la mamá, que no dudaba en castigarla a ella, sin confirmar si las quejas eran ciertas o no.
Aquel día parecía peor. Cuando supo que debía llevarla a ordeñar, sintió un escalofrío. Esa conocida sensación de vacío en el estómago y una especie de vahído la sobrecogieron como un mal presagio. Hubiera preferido ir sola. Siempre era mejor ir sola, pero no había remedio.
No bien llegaron al corral, empezaron los problemas. En tanto Ismenia traía la vaca y ordeñaba, la chica se agarraba el estómago y alegaba tener un cólico terrible y que por eso no le podía ayudar.
Aunque ya conocía las pataletas y sabía que eso no era tan malo, estaba intranquila. Depositó la leche en la cantina, y fue a revisarla. Cuando no les había hecho caso a sus quejidos, la cosa se había tornado grave, hasta el punto de tener que llevarla al centro de salud. Por supuesto, su mamá no le perdonaba dos o tres pellizcos en las orejas por descuidar a la niña.
Esta vez podía ser otro de sus berrinches, pero era mejor cerciorarse. Le tocó la frente, pero no le encontró fiebre. Más bien estaba un poco fría. Deseó que fuera solo hambre. Sería cuestión de llegar a casa y su mamá les daría el desayuno, como siempre.
Sin embargo, Atis insistía en el dolor de estómago. Alegaba que era en serio y que si no tomaba leche se le rompería la hiel.

―Ni pensarlo. No podemos gastar nada porque la medida debe salir completa o mamá me matará. Prefiero que se te rompa la hiel ―dijo y sintió nuevamente ese miedo que casi no la abandonaba, pero se sobrepuso, porque debía terminar el trabajo.
Ya estaba soltando el ternero cuando escuchó ese quejido familiar. Angustiada, recorrió el campo con los ojos empapados en lágrimas. Pronto la vio debajo del árbol de manzano con el cuerpo formando un ovillo que se retorcía sobre el pasto. Entre gruñidos podía entenderle que estaba muriendo de hambre y que ya casi se le rompía la hiel.
―Estás fingiendo. Ya te conozco. Le contaré a mamá que me has hecho este berrinche solo para no ayudarme a ordeñar ―dijo, a sabiendas de que eso no le serviría de nada.
Temblorosa y casi desfallecida, soltó la vaca y recogió los lazos escuchando la perorata: Ismenia, una taza llena de leche, por amor de Dios.
De un momento a otro se calmó. Ya no lloraba y ahora estaba quietecita, recostada en el árbol. Eso le dio el tiempo de secarse el sudor de la frente con el dorso de la mano todavía temblorosa. Entonces, la llamó, pero la niña no respondió. En cambio, se incorporó un poco, intentó dar un paso y cayó al piso mientras decía como en un suspiro: Se me rompió la hiel. Ismenia dudó un segundo, pero rechazó la idea de la muerte, porque algo dentro de ella le dijo que su hermana estaba fingiendo.
Cuando le daba la espalda para continuar con su rutina, recordó al perro de don Lucas, el vecino. Era una imagen que no la abandonaba por las noches, tal vez por la sensación de desamparo que le traía la oscuridad. En ese momento a pesar de la luz, la pesadilla recurrente la invadió.
Una mañana cuando buscaba la vaca, lo vio al otro lado de la cerca. Estaba tirado de medio lado, con las patas estiradas y la cabeza levantada. Los ojos grises, redondos, como mirándola fijamente. La boca abierta con los belfos recogidos mostraba dos hileras de colmillos como si estuviera riendo en silencio, al tiempo que dejaba salir la lengua morada en medio de una espuma verdosa. Pareciera que se burla de mí, había pensado aquella vez.
Sacudió la cabeza para desterrar el mal pensamiento, amarró los lazos a la cintura, levantó la cantina con todas sus fuerzas y se la echó al hombro. Caminó despacio, con la poca firmeza que el peso le permitía, llegó a la orilla del camino, la soltó sobre un tronco y se sentó a descansar.
Al poco rato, una punzada en el estómago la hizo mirar al corral, pero Atis ya no estaba donde la había visto por última vez.
Se devolvió, despacio, buscando con ansiedad en las hondonadas, en el pie de los árboles, nada. No estaba. Despavorida corrió junto a la cerca, por entre el pasto, pisando la boñiga de las vacas, saltó la zanja desocupada, se enredó en el zarzal, y por fin llegó hasta la piedra donde antes jugaban. Desde ahí se divisaba la orilla del río.
Como si viera una revelación diabólica, allá abajo, junto a los sauces, la descubrió boca abajo, tirada como un fardo. Dios mío que no sea cierto, pensó y corrió hasta ella. Se le acercó despacio, extendió su mano y la tocó. El cuerpo se sacudía como las gallinas cuando la mamá les jalaba el pescuezo para matarlas. Y otra vez la cara del perro muerto se le reveló monstruosa.
―Hermana qué pasa, no me asustes ―dijo, volteándola para verla de frente.
Atis dejó de tiritar, pero de su boca salía una especie de espuma y un sonido ronco, que ella identificó inmediatamente como uno de sus ataques.
Te lo dije. Me mataste, le pareció escuchar.
Sintió que miles de ganchos le tiraban el cuero cabelludo hacia arriba, como tantas veces le pasaba cuando su mamá la llamaba para castigarla. A pesar de ser tan común, el castigo siempre le producía miedo, tal vez por la inminencia de algo peor.
La agarró por los brazos y aunque le pareció más pesada que siempre, la llevó arrastrando hasta el camino. Con tal de que estuviera viva, le daría toda la leche que quisiera. ¿Qué importaba si la medida no iba completa? ¿Qué podía decir su mamá si le había salvado la vida a la niña? Nada. Tal vez la felicitaría y hasta le tuviera un poco de consideración al momento de distribuir el trabajo. Sonrió por lo tonto de la esperanza.
La soltó, le acomodó los brazos y volvió a llamarla, pero la chica no se movió y ya no roncaba. Como pudo, le quitó el cabello de la cara. Estaba pálida, mirando fijo, como extraviada, y la lengua, entre azulosa y rosada, se asomaba por un lado de la boca abierta. Parecía sonreír como el perro del viejo Lucas. La sacudió, le dio unas palmaditas en la mejilla, pero nada. No reaccionaba. El cuerpo estaba totalmente desgonzado.
Entonces, se sintió elevada, como volando; y en ese escape imaginario encontró la solución. Echarle agua como su mamá lo había hecho una vez y la enferma se había recuperado de inmediato.
―Pero, ¿agua de dónde? Tocaría bajar al corral, buscar el balde del ordeño, llegar hasta el río y subir nuevamente. Quizá al cabo de todo eso, se muere, pero ya está muerta.
La terrible reflexión le hizo doler el pecho y la cabeza. Miró desesperada a un lado y otro y de nuevo vino un poco de alivio. Sería cuestión de acercar la cantina y lavarla con leche. El baño la haría reaccionar.
Con la fuerza de la ansiedad, procedió. El chorro impregnó el rostro mortecino por un instante y el milagro estuvo hecho. La niña tosió, sacudió la cabeza y se puso de pie. Había resucitado.
Si serás tonta. Escuchó como entre sueños. Yo ni siquiera sé qué es la hiel. A ver cómo le explicas a mamá que regaste la leche y ensuciaste mi vestido nuevo.
De repente, la insufrible muchachita ya no estaba. Era el perro vestido de muselina, mirándola y mostrándole los colmillos largos y temibles con esa expresión de sorna que la traspasó.
Los ojos, que parecieron salirse de las cuencas, cayeron sobre el charco de leche bajo sus pies. Entonces, la cantina desocupada le sacudió las manos, y con fuerza propia se levantó y fue a estrellarse contra la mueca repulsiva de la recién resucitada.
De nuevo la causa de todas sus desgracias estaba tendida en el piso y tiritaba como las gallinas cuando su mamá les apretaba el pescuezo para matarlas. Pero la expresión cínica que tanto le dolía, no desapareció.
Movida por un impulso superior, se agachó, recogió un puñado de tierra lechosa, y otro y otro, y se los restregó en los ojos, en la boca, en la nariz, en las orejas. Ni aun así la pequeña malvada paró de moverse ni de sonreír.
Con la misma energía extraña, levantó la vasija y la dejó caer sobre el cuerpo y la cara burlona de Atis-perro muerto, hasta que sus manos quedaron engarrotadas y la vista se le perdió tras un arroyo de sangre que rodaba camino abajo para confundirse con la mancha blanca en la cañada.
Y en ese terrible momento, Ismenia sonrió.

Ausencia
Ahora comprendo que en verdad éramos felices hasta que llegaron ellos. Buscaban a mi papá y a sus hijos. Ni siquiera sabían que él no tuvo hijos sino hijas. Por eso lo mataron. Porque no les entregó los hijos. Pobrecita mi mamá. Lloraba diciendo que solo tenía esas dos niñas y que no sabíamos hacer nada más, sino comer y jugar.
Desde ese día ella no volvió a sonreír. Casi no hablaba y caminaba como un muñeco, o mejor como un fantasma de esos de los cuentos. Al principio creíamos que era solo tristeza, pero que nunca se iba a morir, hasta que se sentó allá debajo del pino grande, nos meció un rato y cantó, cada vez más bajito, cerró los ojos y ya no los abrió más.
¿Recuerdas? Nos quedamos solas y nos salieron ampollas en las manos haciendo el hueco para enterrarla al lado de mi papá. Pero no sufríamos tanto como ahora. Estábamos juntas, nos acompañábamos, hacíamos todo el oficio, y hasta íbamos al pino a mecernos y a cantar.
Nunca debimos dejar que nos sacaran de allá, hermanita. Este orfanato me recuerda el día cuando se murió mi papá. Solo gritos, regaños, insultos, y mucho miedo y hasta sangre. Aquí hay niños que les pegan a otros niños y le hacen salir sangre. Y la gente grande también nos pega. Por eso me acuerdo de ese día.
Claro que los papás nos regañaban y a veces hasta nos pegaban por no hacer las tareas de la escuela. Pero eso no era nada comparado con esto.
La maestra decía que, si los niños se quedaban sin papá, siendo muy pequeños, se les acababa la vida de niños. Creo que era cierto. Esa vez nos morimos con mi papá, pero apenas un poquito, porque nos quedamos con mi mamá. Claro que después también nos quedamos sin ella. Seguro que ese día se nos acabó la vida por segunda vez, pero seguíamos caminando, durmiendo juntas en la cama de mis papás, comiendo lo que podíamos, y jugando con los gatos y los chivos.
A veces pensaba que fue bueno que murieran. Así tuvimos su tumba para jugar encima y abrazarla, dormir un rato, soñar con ellos, escuchar algunas canciones que venían del pino, y despertar.
Eso sí no volvimos a la escuela, pero nadie nos pegaba, ni nos hacía sufrir. Por eso llegué a pensar que no moriríamos nunca; pero cuando nos sacaron de la casa y nos trajeron para acá, sentí que nos mataban como a mi papá.
Aquí ya no tengo la cama con el olor de mi mamá, ni los juegos, ni los chivos, ni los gatos, ni siquiera el pino, ni menos la tumba de mis papás, para acostarme encima, abrazarla soñar con ellos y saltar.
Dicen que los gatos pueden morirse y resucitar de nuevo hasta siete veces. Yo no quisiera ser gato. Tal vez ellos no lo sienten porque siempre están acompañados. Pero morirse duele mucho y vivir sola duele más.
Tampoco quiero ser niña, nada. Ya no quiero aguantar el dolor de vivir esperando el momento de morir otra vez, para volver a empezar.
Nuestros papás, los animales y el hogar. Todo se ha ido. Solo tengo tu recuerdo y la esperanza de verte otra vez junto al pino abrazándome y cantando las canciones de mamá.

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Las imágenes que acompañan los textos son obra del maestro Juan Felipe Rocha Alayón
ejecutadas en técnica mixta, durante diferentes periodos creativos
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Este libro se publicó en la Colección Vita Brevis de Burdelianas Poetry
y reúne textos de la autora escritos en diferentes épocas.
NOTA BIOGRÁFICA
Nació en Samacá, Boyacá en 1954. Se formó y trabajó como profesional defensora de población vulnerable. Actualmente estudia una Maestría en Literatura en la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín. Ha publicado “Cuentos inominados” (Editorial Oveja negra, Bogotá, 2012); incluida en la antología “Ser abuelos” (Literandos Editores, España, 2008). Su cuento “No milagro” fue seleccionado en la convocatoria promovida por la Editorial ITA (2021). Con su cuento “El meterólogo”, fue finalista en el Primer Concurso Interdisciplinario de Arte, convocado por la revista argentina El Rescoldo (2007). Con “Desencuentro”, obtuvo el Segundo puesto en el Concurso de Relato Breve convocado por la Biblioteca José María del Castillo y Rada, del Ministerio de Hacienda de Colombia. Ha tomado cursos y talleres de Escritura Creativa en IDARTES, Bogotá, en los años 2022, 2023, 2024. Participó en el programa CREA Impulso Literatura, DASC, 2020 y 2021. En el 2010 tomó el Taller de Cuento convocado por la Fundación Gilberto Alzate Avendaño, RENATA, dirigido por el escritor Carlos Castillo Quintero.
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