Foto | ©Archivo particular
Del libro
INTERFAZ
1
El pediatra le dijo que tenía un oído “particularmente dotado”. No era oído absoluto, pero era mejor que el oído promedio. Había que sacarle provecho. Sin embargo, Navarro creció frustrado porque no tenía disciplina para tocar instrumentos y no encontraba un género musical que le apasionara a niveles obsesivos. Intentó con la música clásica, con el rock y con el jazz. Intento con la balada, con la ranchera y con el corrido. Incluso trató con bandas sonoras televisivas y cinematográficas. Nada. Entendía los patrones y las estructuras, sabía cuándo una canción estaba bien construida, pero no se conectaba emocionalmente. Finalizando la veintena descubrió la conferencia literaria y fue amor a primera escucha. No eran precisamente canciones, pero él encontraba esas melodías discursivas completamente adictivas y disfrutables. Le gustaba pensar en sí mismo como un melómano de vanguardia, un melómano del género musical conferencia.
Por eso se indignó cuando Alan Pauls dijo (en una conferencia, justamente) que el escritor debería seguir escribiendo mientras impartía conferencias; Navarro opinaba exactamente lo opuesto: el autor debería seguir dando conferencias mientras escribía, porque la conferencia era el verdadero arte, el arte mayúsculo. Leía los libros de los conferencistas que había escuchado (y no al revés, como la gente normal) para encontrar referencias y alusiones al discurso oral. Por eso muchas veces no llegaba a acabarlos. Nada más abordar la primera página descubría que el autor y el conferencista eran personalidades separadas, entidades divididas conviviendo en un mismo cuerpo y nominados con las mismas palabras para capitalizar la confusión. El desencanto distorsionaba la lectura y le impedía continuar. Así que, cuando leía un producto literario cuyo tono y espíritu no se correspondía con la conferencia que tanto había disfrutado, cuando notaba impostación, engolamiento, cuando el registro escrito no comulgaba con esa fluidez espontánea de la oralidad, procuraba deshacerse del libro lo más rápido posible, sin importar que fuera de pasta dura, una primera edición o que estuviera firmado por el autor. No obstante, si Google le arrojaba otra conferencia de ese mismo escritor, la escuchaba sin pensarlo dos veces. El formato conferencia no tenía la culpa de los pecados cometidos en el formato cuento-novela. Podía odiar visceralmente a un autor por sus textos literarios, pero era capaz de tolerarlo, amarlo y hasta idolatrarlo por sus textos conferencísticos. Y era exactamente eso lo que le sucedía con Roberto Bolaño.
No era asiduo de su prosa ni de sus versos, pero repetía con frecuencia obstinada la conferencia Derivas de la pesada, justamente porque había sido la responsable de iniciarlo. La escuchó tantas veces que sabía de memoria las inflexiones, las pausas, los juegos verbales, las bromas, las exageraciones, las metáforas efectivas pero nunca suficientemente explicadas, las sentadas de posición y los ataques vedados, los cliffhangers, los puntos álgidos de tensión argumentativa y los vericuetos de la estructura. Y ese conocimiento le permitió conversar de igual a igual con bolañistas auténticos como su amigo Mario Garzón, un dibujante cuarentón con quien solía comentar lecturas comiqueras. Llevaban tiempo sin hablar porque Garzón, como buen bolañista, estaba lleno de tics molestos. Podían estar hablando de cualquier cosa; de Preacher, de Peter Milligan, de John Byrne, o de lo que fuera y Garzón siempre se las arreglaba para encontrar un eco bolañista, un espíritu bolañista o una conexión con cierto pasaje de Los perros románticos o de La universidad desconocida. Navarro se saturó y pasaron más de un año sin hablarse. Sin embargo, cuando Garzón le solicitó vía mail un reencuentro para comentar los pormenores del New 52, Navarro no ofreció demasiada resistencia. Esta vez se sentía más que dispuesto y preparado. Derivas de la pesada estaba tan interiorizada que formaba parte de su repertorio conversacional y era la oportunidad idónea para probar finura.
Se reunieron un viernes y la charla empezó tranquila. Comentaron novedades editoriales, publicaciones recientes, las últimas declaraciones polémicas de Alan Moore, su vigésima amenaza de retiro y las adaptaciones cinematográficas del momento. Navarro seguía la charla, respondía con datos que dominaba, hacía preguntas sobre técnicas de entintado y citaba estadísticas, pero en un nivel más subterráneo trataba de leer en los gestos de Garzón cualquier amague de enganche para introducir a Bolaño en la conversación, cualquier atisbo de desvío que esta vez sería recibido sin hostilidad, sin chasquidos, sin volteada de ojos y sin retirarse maldiciendo entre dientes. Esta vez no. Esta vez Bolaño era bienvenido porque Navarro realmente necesitaba comentar esa conferencia con alguien. Lo había intentado con sus vecinos, en los encuentros breves en las escaleras, en los pasillos y en la entrada del edificio. La mayoría creyó que Bolaño era el inquilino extranjero del 504 y se negaron a cooperar: tenían por política no hablar mal de los vecinos a sus espaldas. Lo intentó con su madre durante la visita mensual. Terminaron discutiendo sobre si se decía “Bolaño” o “Bolaños” y sobre la importancia de que el nombre de uno esté en plural o en singular. Lo intentó también con sus compañeros de oficina y con sus compañeros de clase. Fracaso total. Sólo hablaban de Harry Potter y de Game of Thrones. Lo intentó incluso con desconocidos sentados en bancas de parque, especialmente con aquellos que lucían barba y bufanda. Con un atuendo así tenían que haber leído a Bolaño necesariamente. Nada. “Sólo leo poesía del siglo XVII en francés. Nada de autores latinos. Nada contemporáneo.” Así que empezó a intoxicarse con ese conocimiento. Sentía mareos, problemas estomacales, descompensaciones frecuentes que los doctores no atinaban a descifrar. Tuvo que auto medicarse. Recitaba fragmentos de la conferencia en voz alta, en la ducha, mientras defecaba, mientras se lavaba los dientes y mientras se alistaba para dormir. Funcionó durante las primeras semanas pero a un nivel muy menor, apenas como un calmante leve. Le hacía falta la discusión, la retroalimentación y la réplica, insumos que los soliloquios eran incapaces de suministrar. Los dolores estomacales volvieron a las pocas semanas sumados a incomodidades de garganta, y aunque sabía que los síntomas podrían estar relacionados con otras causas (gastritis, mala alimentación, exceso de azúcar) le gustaba pensar que era Derivas de pesada pudriéndose en sus entrañas, tratando de abrirse camino hacia el exterior a como diera lugar.
Por eso aceptó el reencuentro con Garzón y por eso, durante la conversación comiquera, no solo esperó impaciente la alusión bolañista; se encargó de dejar anzuelos para que Garzón se antojara y propiciara la conexión: autores cuyo nombre de pila empezaba con B, dibujantes españoles con la letra Ñ en el apellido, situaciones emblemáticas de la historia del cómic relacionadas con problemas hepáticos. Pero Garzón no respondía. Parecía particularmente desinteresado por Bolaño esa tarde. A veces hacía silencios largos o se quedaba mirando el vacío mientras expulsaba dosificadamente el humo de su pielrroja, como evocando, sopesando la estrategia más conveniente para introducir el tema, pero luego retomaba la conversación comiquera como si nada. Y era tan antibolañista su actitud que Navarro sintió pánico; imaginó que de tanto reproche, de tanto berrinche y de tanto ataque, a lo mejor Garzón había “aprendido la lección” y se había prometido contenerse o lo que era aún peor: podía oler su necesidad bolañista y quería castigarlo adrede para que aprendiera a valorar. En cualquier caso, Navarro imaginó que la charla llegaría a su fin sin haber tenido oportunidad de probar lo que había venido a probar, así que cuando vio que a Garzón se le estaban acabando los cigarrillos, se arriesgó y tomó la iniciativa. “Eso me recuerda algo que dijo Bolaño en Derivas de la pesada, seguramente usted la habrá escuchado…”. No supo con seguridad si lo había dicho en voz alta o si apenas lo había imaginado, pero nada más decirlo (o imaginarlo) sintió que se traicionaba, sintió que se convertía en Garzón y que Garzón se convertía en él, y aunque no fumaba sintió unos deseos incontrolables de agarrar la colilla humeante que reposaba a escasos metros de sus pies. No tuvo tiempo de completar el pensamiento paranoico ni de procesar la culpa porque entonces se cruzó con la mirada de Garzón y supo que la ofensiva había surtido efecto. Garzón lo miraba de una manera extraña, heterosexualmente particular. Una mirada llena de alegría y calma, de gozo profundo pero también encharcada de inquietud; una mirada que ejercía como prólogo a lo que fue la mejor conversación que tuvieron y que Navarro recordaría con nostalgia varios años después de la muerte de Garzón. Porque fue como si conversaran por primera vez: frescura, risas, camaradería pura, empatía y hasta generosidad: Garzón se ofreció a pagar la cuenta del almuerzo… por primera y única vez.
2
Esa fue su entrada oficial (aunque lateral) al bolañismo. Poco después Garzón le presentaría a otros bolañistas bogotanos, auténticos pesos pesados en la materia: Alfonso Peláez, Gildardo Meneses y Ramiro Daza. “A mí de Bolaño me gusta especialmente la no ficción”, decía Navarro cada vez que estrechaba la mano de algún feligrés tratando de enfatizar el “especialmente” para que no se confundiera con un “exclusivamente”, mucho más cercano a la realidad. Y aunque pensó que la frase causaría molestia, sus interlocutores la escuchaban, la paladeaban y luego asentían como degustándola, dándole a entender que era válida y perfectamente legítima: el credo boñalista permitía toda suerte de variantes y posibilidades. Navarro empezó a frecuentarlos en sus tiempos muertos, a veces de a uno, a veces en ternas, a veces en parejas y cada mes en grupos numerosos, casi en plenaria, cuando se reunían para celebrar el aniversario de tal o cuál publicación o el aniversario de tal o cuál premio ganado en vida por el chileno. No se perdía ningún encuentro porque los bolañistas, con todos sus contras y pendejadas, eran los únicos que aguantaban, entendían y hasta lo exhortaban a que hablara sobre Derivas de la pesada con la frecuencia e insistencia puntillosa de la que sólo él era capaz: qué tal la parte en la que dice esto y qué tal el fragmento donde dice tal otra cosa, y se dieron cuenta de la pausa que hace y del carraspeo, y de cuando se pierde en el texto y vuelve a retomar y qué habrá querido decir con eso de que la literatura es una máquina acorazada y por qué dice que la literatura tiene otro enemigo más poderoso que los escritores y por qué nunca lo explica y prefiere dejar en suspenso algo que igual nunca desarrolló en ninguna otra parte ¿raro no?
Tras ganarse la confianza de los bolañistas, estos se tomaron la libertad de introducirlo en otros círculos. El círculo Enrique Vila-matas, el círculo Rodrigo Fresán, el círculo Alan Pauls, el círculo Ricardo Piglia, y otros tantos guetos de escritores que formaban una suerte de red/cofradía alrededor de Bolaño. Navarro conoció a cada escritor por separado, de manera aislada y puntual, cada uno presentando su propio libro, haciendo sus propias ponencias y ocupándose de sus propias reflexiones. Pero luego empezaron a darse team ups, colaboraciones, incluso crossovers entre escritores de editoriales rivales. Conocía bien la jugada industrial dada su experiencia como comiquero. Así como en su momento tuvo lugar el crossover Batman-Daredevil (dos vigilantes urbanos) o el crossover Superman-Capitán América (dos boy-scouts patriotas), le impactó visualizar aquellas conferencias donde se había dado el crossover Fresán-Caparrós (dos argentinos españolizados), el crossover Fresán-Pauls (dos argentinos amigos de Bolaño) y el crossover Fresán- Piglia (dos argentinos adictos a la novela negra). El crossover Fresan-Vila-matas, sin embargo, seguía en la lista de pendientes. Navarro continuaba esperándolo noche tras noche, digitando ambos nombres en Google, alternando el orden, cambiando la ortografía para tener en cuenta posibles errores de digitadores a sueldo; en definitiva, actualizaba y hasta forzaba los criterios de búsqueda esperando dar con el quimérico archivo. Estaba convencido de que se trataba de un problema de catalogación o de ocultamiento y nunca contempló la posibilidad de inexistencia. Tenía que existir. Vila-matas y Fresán siempre hablaban del otro en términos elogiosos y citaban comentarios mutuos en festivales, presentaciones y reuniones privadas llenas de risas, epígrafes, cine y aprendizaje. Al menos una de esas reuniones tenía que haberse llevado a cabo en formato conferencia y alguien tenía que haberla registrado, catalogado y subido. Pero el archivo seguía sin aparecer, burlándose de su lógica causal. Navarro no entendía cómo era posible que aparecieran día a día centenares de escritores nuevos con sus correspondientes conferencias pero siguiera sin aparecer (darse o repetirse) aquel crossover ya bastante cantado y probable. Pero así era y Navarro no tuvo más remedio que aceptarlo: aprender a hacer limonada aunque no tuviera sed o prefiriera otro tipo de bebidas.
Por aquellos días, Patricio Pron apareció en la escena literaria. Navarro se apresuró a definirlo como un Spawn/Deadpool literario: personaje joven, noventero y artificioso que sólo gusta a adolescentes de universidades privadas. Y si bien al principio Pron manejó un perfil bajo, fue ganando posiciones y ascendiendo en el mundillo a fuerza de chistes malos, contactos y referencias pop, aunque muchos dicen que lo que realmente lo hizo escalar fue jugarse el As vampírico infalible: ventilar/explotar su relación personal que sostuvo con Roberto Bolaño. De hecho así fue como Navarro empezó a identificarlo, como asistente activo en una conferencia titulada El bibliotecario valiente: Bolaño como lector. La intervención de Pron se dio desde el público y la cámara no hizo ningún esfuerzo por acudir a su encuentro o por mostrar un contraplano que revelara su rostro. Aun así Navarro lo reconoció por su voz. Se había hecho tan hábil (o tan enfermo) en materia de conferencias que era capaz de reconocer voces secundarias desde el público, incluso en situaciones adversas: conferencias registradas sólo en audio, voces genéricas fuera de cuadro, intervenciones sin amplificación adecuada. No importaba. Si escuchaba una voz era capaz de asignarla a tal o cuál escritor con un rango de precisión bastante alto.
Una vez escuchó una conferencia de Rodrigo Fresán donde Pron intervenía con una pregunta al final; meses más tarde escuchó una charla de Ricardo Piglia donde Pron también intervenía. Algo le pareció sospechoso y se dio a la tarea de cotejar información adjunta. Notó que según las respectivas sinopsis, ambas conferencias habían tenido lugar al mismo tiempo (12 de diciembre de 2004) solo que a muchos kilómetros de distancia: una en Buenos Aires y la otra en Madrid. Navarro concluyó rápidamente que Pron no podía haber estado presente en ambos eventos simultáneamente; no podía estar preguntando sobre la muerte del autor en Madrid y al mismo tiempo defender la preponderancia y buena salud del mismo autor en Buenos Aires; esas posiciones antagónicas no podían convivir en un mismo cuerpo ni podían ser expresadas por la misma persona en dos instancias separadas por un océano. Un auténtico whodunnit conferencístico ¿Cuál de los dos era el impostor? ¿El Pron de Madrid o el Pron de Buenos Aires? Y más importante aún ¿Pron creía realmente en la muerte del autor o en su reivindicación y buena salud? ¿Qué móviles oscuros y profundamente retorcidos se escondían detrás del imitador que había querido plagiar a un escritor, no en su escritura y en sus formas de narrar o de construir personajes o de estructurar (que sería lo más obvio y lo más sencillo) sino en su forma de intervenir en conferencias? Era casi un crimen de guante blanco. Un plagio tan sofisticado y elegante, tan excéntrico y anómalo que se elevaba a la condición artística. Entonces Navarro notó que la rabia por haber sido timado y por haberle hecho perder tiempo en la pesquisa se convertía en auténtica admiración: el engañador resultaba mucho mejor artista que Pron, mucho mejor que Fresán, mucho mejor que Piglia y mucho mejor que los tres juntos. Y aunque durante mucho tiempo se obsesionó con el paradero de este impostor-artista, no ya para denunciarlo sino para felicitarlo, pedirle consejo y hasta para (¿por qué no?) solicitarle que lo acogiera como aprendiz, no lo logró y tuvo que volver a su vida normal y corriente.
3
Navarro empezó a conocer mucho de literatura de habla hispana a pesar de no consumirla. Un conocimiento confeccionado a partir de lo que los autores decían de sí mismos. Obviamente sabía que había allí un componente claro de plusvalía, exageración e inflación. No le importaba mucho; el conocimiento académico no estaba lejos de ser tanto o más hiperbólico e irresponsable. Pronto sus interlocutores empezaron a tomárselo en serio porque no sólo era capaz de citar Derivas de la pesada; también podía hablar con propiedad sobre varios autores latinoamericanos contemporáneos, tanto canónicos como de culto, tanto consagrados como emergentes. Hablar con Navarro sobre determinado autor ayudaba a complementar lecturas, a vislumbrar asuntos literarios desde una mirada más fresca y pronto fue extendiéndose su influencia, fue corriéndose la voz y empezaron a llegar los elogios y el reconocimiento: el hombre que sabe lo que otros no saben, el hombre que cita lo que nadie más cita. Aunque se sentía incómodo, Navarro continuaba frecuentando estos escenarios porque le permitían mantenerse al día; durante las conversaciones salían a colación nombres de nuevos autores, nuevos textos y festivales para él desconocidos que le permitían nutrir su catálogo de conferencias; seguir alimentando la adicción. Y aunque algunos de los miembros de estos círculos cocteleros (decanos de universidades, presidentes de fundaciones, programadores de bibliotecas) le ofrecieron la oportunidad de “compartir su conocimiento literario con la comunidad”, él nunca aceptó; una cosa era impresionar encorbatados en un club, en un salón comunal o en una sala de lectura; otra muy distinta impartir una conferencia con todas las de la ley. Si se atrevía a dar ese paso, algo se rompería en el equilibrio del universo y sería castigado de manera irrevocable. Escuchar conferencias estaba bien, pero dar conferencias sobre las conferencias que había escuchado ya le parecía obsceno.
Muchos le preguntaron dónde había hecho la maestría en literatura y él se iba siempre por las ramas para no responder que la había hecho en la Universidad de YouTube, Facultad de SoundCloud, Departamento de Ivoox. De hecho, cuando citaba conferencias del Hay Festival “olvidaba” aclarar que las había escuchado en internet; simplemente decía “Hay Festival” y su interlocutor enfatizaba la sonrisa porque creía que Navarro había estado en Cartagena y por ende se trataba de un tipo cosmopolita que se codeaba con las más altas personalidades literarias. Nada más lejos de la realidad. Lo suyo era la escucha online y el consumo gratuito. Nunca había pagado por una conferencia y tampoco había asistido a una. Lo primero era casi tan miserable como pagar por sexo. Lo segundo tan grotesco como el acto mismo de tener sexo. Por eso se sorprendió cuando se enteró de que la gente pagaba para asistir a las conferencias del Hay Festival en directo. Reservaban con varios meses de antelación y viajaban miles de kilómetros; otros compraban boletas para revenderlas en la entrada del auditorio cuando se trataba de alguien particularmente taquillero. Pagaban por un contenido que Navarro, esperando dos o tres meses, escuchaba gratuitamente en el sitio web del festival. Tardaban un poco pero subían todos los contenidos, aunque también era cierto que algunos audios eran de mala calidad: grabados a una distancia irresponsable, reverberación excesiva, eco y ruido estructural, dispositivos poco profesionales[1]. Era un audio mal registrado que dificultaba la escucha pero en todo caso no se podía quejar porque era gratis. No se podía quejar y tampoco podía confesar el verdadero origen de su conocimiento. Era como si un profesor de literatura en Harvard admitiera póstumamente (vía memorias, testamento, carta suicida) que nunca leyó a Dostoievski, Tolstoi o a Sweig sino que los escuchó en audiolibros, durante un viaje en carretera o mientras trotaba o mientras jugaba videojuegos de plataforma o mientras sacaba a orinar al perro; en síntesis, mientras ejecutaba cualquier actividad ajena a la canónica lectura de pupitre universitario. Navarro se abstuvo de compartir la fuente porque no era oficial; se arriesgaba a que lo penalizaran, a que lo obligaran a leer transcripciones de esas mismas conferencias (en una maratón ininterrumpida, sin pausas para dormir, comer o ir al baño), hasta que pagara por sus crímenes, hasta que su lectura visual alcanzara el kilometraje de la “lectura” auditiva. ¿Qué pasaba entonces con los que leían en braille? O con aquellos que se habían formado con audio libros. ¿Eran menos lectores aunque hubieran accedido al mismo contenido? La lectura se había desplazado del canon visual, sólo que ellos no lo sabían y no estaban dispuestos a escuchar versiones alternativas por convincentes que sonaran. “¿Cómo lo haces?”, preguntaban una y otra vez. “Cuéntanos tu secreto”. Navarro callaba porque sabía que en realidad no querían escuchar nada diferente a la respuesta que ya tenían programada: academia y lectura. Responder con sinceridad le habría condenado a la misma suerte de los magos que revelan el truco: agradecerían de dientes para fuera pero en el fondo se sentirían estafados; así no tiene gracia, así cualquiera, así hasta yo. Se tomarían su último trago de whisky, apurarían (como dicen los literatos) la última cerveza y aunque se marcharían vociferando su inconformidad, lo ilegítimo que resultaba obtener el conocimiento por caminos tan vulgares, nada más llegar a la casa buscarían esos audios y esos videos que siempre habían estado disponibles. Seguramente los encontrarían aburridos y molestos (porque se necesitaba de una locura particular para disfrutar escuchando a un tipo hablando pendejadas durante hora y media) pero recomendarían el video o el audio a sus amigos literatos, a sus compañeros de facultad y a sus profesores. Y llegaría un día en que el tráfico alcanzaría tal volumen que los servidores se congestionarían y entonces Navarro se quedaría sin nada que escuchar para la semana siguiente y para la semana después de esa. No. No era buena idea confesar. Era mejor sonreír, asentir, fingir que le entraba una llamada, excusarse para ir al baño o sencillamente hablar de otra cosa, seguir disfrutando de los beneficios mientras duraran.
– – – – – – – – – – – – – – – – – – – –
[1] Las conferencias mal grabadas entorpecen el acceso al contenido, pero permiten percibir con mayor claridad elementos del entorno. Tráfico vehicular, alarmas y sirenas, boicots, empleados de la organización que irrumpen para arreglar un problema técnico, choques de cristales, agua que se derrama, aviones que pasan y cuyos pasajeros desconocen que mientras van rumbo a Miami a vacacionar o rumbo a Londres a una reunión de negocios, están dejando su impronta en una grabadora Tascam en el contexto de una conferencia de un autor que nunca leerán pero que probablemente esté ojeando el pasajero de atrás.
4
Después de varias semanas de reuniones, varios tragos compartidos, algunas salidas a cine y un par de asados, varios bolañistas lo arrinconaron para una confrontación grupal. Le dijeron que eso de especializarse en la no ficción y en las conferencias no estaba mal, pero si quería seguir asistiendo a las reuniones, si quería seguir tomando gratis y comiendo a cuenta del club, si quería que lo siguieran introduciendo a otros círculos literarios tenía que dar el siguiente paso: salirse de la zona de confort, aventurarse y darle una “segunda” oportunidad a la narrativa canónica de Bolaño. Trató de negarse con diferentes excusas (“No me gustan las ediciones de Anagrama y estoy esperando que alguna otra editorial reedite”) pero dado que varios de ellos habían llevado ejemplares (algunos firmados) previendo la evasiva, no tuvo más remedio que acceder. Arrancó con Los detectives salvajes. Hizo varios intentos pero nunca consiguió pasar más allá de la página quince. Amuleto le pareció una tremenda tontería y aunque Estrella distante se dejaba hojear, consideraba que le sobraban un mínimo de treinta y siete páginas. Ni siquiera tocó 2066; para entonces había comprendido ya que Bolaño no era lo suyo. Se despachó Derivas de la pesada nuevamente, a todo volumen y reproducida desde varias ventanas en simultánea para celebrar la valentía del auto reconocimiento, la sensatez del veredicto y para quitarse el mal sabor que le habían dejado las lecturas. El Bolaño narrador no era malo ni bueno, simplemente no era para él; y aunque la conclusión le pareció sensata, perfectamente viable y hasta argumentable, supo que no calaría entre los bolañistas. Seguramente se lo tomarían personal, lo interpretarían como un gesto ególatra, un gesto contestatario persé, una llevadera de contraria porque sí y para vengarse empezarían a correr la voz en pos de generar su expulsión de la “escena literaria bogotana”. Se acabarían las invitaciones y la comida gratis, la bebida gratis, las fumadas gratis, pero al menos ya no tendría que fingir y escuchar tantas sandeces (“Bolaño es el único autor cortazariano y borgiano al mismo tiempo”); dejaría de sentirse culpable y de llorar en las noches por el conflicto que le implicaba ser confundido con un literato. Mejor así, pensó. Más tiempo para ver películas y escuchar conferencias. De hecho no se dejaría echar, renunciaría él mismo, se retiraría del culto al que de todas formas nunca había pertenecido cabalmente. Aunque no les daría la satisfacción de hacerlo personalmente.
Se puso cita con Garzón para encomendarle la tarea de devolver los libros, para disculparse por las falsas expectativas y por no colmar las esperanzas depositadas. Contrario a lo que había anticipado, Garzón se lo tomó bastante bien. Le dijo que no se preocupara, que ya Bolaño se encargaría de encontrarlo a él de nuevo y que realmente nadie podía salirse del culto bolañista por más que quisiera. Citó un par de pasajes de La literatura Nazi en América y de Monseiuir Pain a manera de interludio, o al menos eso dijo; por lo que a Navarro concernía Garzón podría haber citado pasajes de la biblia o podría estarse inventando las citas como dicen que hace Vila-matas todo el tiempo, cosa que tampoco le constaba. Antes de despedirse Garzón le entregó un libro. Se trataba de Entre paréntesis, volumen que compilaba gran parte de la no-ficción bolañista: reseñas, semblanzas, discursos y sobretodo conferencias. “Échele un ojo y cuídelo porque me lo trajeron de España. Aquí no se consigue”.
Empezó a ojearlo en el bus de regreso a casa. Si contenía conferencias decentes consideraría la posibilidad de leerlas para adelantarse; dentro de un año o dos alguien subiría a YouTube o a Ivoox el audio correspondiente diciendo que lo había encontrado en algún baúl olvidado, como sucedía cada tanto con los autores muertos y sus obras póstumas/apócrifas. Fue directo al índice. La mayoría de los textos eran reseñas breves. Se los saltó. También había semblanzas y perfiles. Hizo lo propio. Se concentró en la sección conferencias donde había un discurso sobre el exilio, el famoso texto dedicado a Borges y la conferencia que leyó cuando le dieron el Rómulo Gallegos: una disertación sobre su dislexia y Venezuela que Navarro no pudo leer completa. Cuando creyó que el préstamo había sido inútil y estaba considerando seriamente dejarlo allí en el bus, oculto bajo el asiento, finalmente encontró algo de su interés, algo que en su fuero interno estaba buscando sin saberlo: la versión escrita de Derivas de la pesada. En cuanto leyó el título cerró el libro de golpe. Era conveniente postergar el placer de la lectura hasta disponer de un escenario adecuado y confortable. Al llegar al apartamento desconectó el teléfono, apagó el celular (le encantaba acumular llamadas perdidas) y se dispuso a leer. Pero la alegría y la euforia se disiparon más pronto de lo esperado. Derivas de la pesada. Eran las mismas palabras, letra por letra, pero no era el mismo texto. Podía jurar que se trataba de una mala copia, una versión disminuida y distorsionada. Ignacio Echavarría sostuvo en su momento que la versión escrita de Derivas de la pesada era una versión revisada, corregida, reeditada y ampliada con respecto a la versión oral; pero Navarro tenía oídos y criterio propio: sabía reconocer un producto de calidad y eso que estaba releyendo (por tercera vez ya), aunque lo leyera imitando la voz perruna de Bolaño, no era el mismo texto.
¿Influía el hecho de que estuviera trascrita? Había elementos no verbales imposibles de traducirse textualmente, pero no podría ser solo eso. ¿La conferencia consignada en Entre Paréntesis era una trascripción o era el mismo texto que Bolaño había leído durante su performance en directo capturado luego en audio? No había forma de saberlo. Los investigadores, por refinados que fueran, nunca hilaban tan fino, naturalmente porque tenían otras cosas que hacer, naturalmente porque tenían vida. De cualquier manera, fuera un caso o el otro, Navarro ratificó que el texto auditivo era el que valía la pena citar y referenciar, el texto que hacia parecer que Bolaño aún vivía y estaba vigente, el texto que mostraba un Bolaño más auténtico y poderoso que el de las novelas, los cuentos y la poesía que recitaban los estudiantes de literatura sin talento, valga la redundancia. Así que de ser necesario abordar versiones alternas de Derivas de la pasada, no habría que buscarlas en el ámbito textual sino en el auditivo. Llevaba ya mucho tiempo rumiando el mismo audio como si se tratara del canon, pero probablemente no era así; con seguridad más gente había registrado la conferencia. Y así como varios audios del Hay Festival eran canónicos a pesar de su calidad apócrifa (la oficialidad había olvidado grabar y habían tenido que usar el audio de emergencia de algún asistente), era probable que en ese evento de Kosmopolis 2002 donde había tenido lugar la conferencia de Bolaño (anunciada en el programa como La nueva narrativa del Sur), se hubieran hecho también grabaciones laterales, polifónicas incluso, como decían los fans que era la literatura del autor chileno. Y sabía que ese tipo de conferencias apócrifas existían porque las había visto de reojo en sus excursiones guiadas por la deepweb.
Fue entonces cuando decidió contactar de nuevo al Yojimbo, un gamer-hacker que había empezado explorando la deepweb para vender contraseñas y metadatos raros sobre videojuegos, pero luego había expandido su negocio importando datos de todo tipo desde el submundo virtual. Navarro lo contactaba en momentos de sequía extrema, cuando se quedaba sin fuentes para conferencias o cuando se empantanaba en fechas muertas. El mismo Yojimbo le había abierto los ojos a Soundcloud, a Ivoox y a otras plataformas, cuando Navarro era tan neófito que sólo conocía YouTube y el Hay Festival. El mismo Yojimbo le había ayudado a romper el código cuando empezaron a cobrar por las conferencias del Hay Festival a principios 2017[2]. Y el mismo Yojimbo le había dicho que sólo lo buscara cuando no existiera otra salida, cuando ya se hubieran agotado todos los caminos legales de búsqueda, cuando fuera el último recurso. Navarro encendió el celular (dos llamadas perdidas, probablemente una de Garzón arrepintiéndose por el préstamo) y buscó la palabra “Virgilio” entre sus contactos.
– – – – – – – – – – – – – – – – – – – –
[2] Un jueves de Abril, Navarro ingresó en la página del Hay Festival para acceder a una conferencia de Vila-matas donde se aludía tangencialmente a Derivas de la pesada. Ya estaba degustándola mentalmente y paladeando el intro monótono pero entrañable (“Gracias por descargar este podcast de Hay Festival”), cuando al accionar PLAY apareció una ventana emergente: cobraban un importe de 3.7 euros. Aún recuerda la cifra porque le costó sacársela de la cabeza. Cada vez que le cobraban un valor equivalente en el supermercado, en la droguería o en el restaurante, se le escurrían las lágrimas, se le bajaba la tensión y tenía que suspender la transacción, salir a tomar aire y poner la cabeza entre las rodillas hasta recuperar la compostura. No podía hacer ninguna transacción comercial por mínima que fuera: su mente convertía la cifra en función de esos 3.7 euros. Una libra de papa eran tantas veces esa cantidad, un pasaje de bus, un producto de aseo, incluso una limosna. Tuvo que dejar de comprar y encerrarse para evitar la tortura. Cuando tuvo el valor de acceder a la página de nuevo, notó que no era la única conferencia por la que cobraban. Habían cambiado la extensión .org por la extensión .com y en consecuencia ahora cobraban por todo. 7 euros por un Fresán, 12 euros por un Piglia, 8.5 euros por un Marías y por los crossover casi el doble. Le pareció insólito que le cobraran por materiales que había escuchado gratis tantas veces y que incluso tuvo alojados en su disco duro durante años. Se preguntó qué habría pasado si el cambio de extensión se hubiera dado en tiempo real, mientras escuchaba alguna conferencia ¿Cuántos escuchas de la página habían vivido esa experiencia? ¿Cuántos habían sufrido colapsos nerviosos? ¿Cuántos estaban considerando tomar acciones legales? Y aunque consideró la posibilidad de borrar los 10 o 12 audios que tenía guardados para evitar recaídas emocionales, decidió conservarlos como evidencia. Estaba seguro de que en algún momento futuro alguien le diría que la página del festival nunca había sido gratuita “¿Estás loco? ¿Conferencias gratis? ¡Ni que estuviéramos en plena democratización de la cultura! Si hay oyentes, hay que cobrarles” Efecto Mandela conferencístico. Tras unos minutos de exploración más rigurosa, Navarro notó que había unas pocas conferencias todavía gratuitas, pero los oradores eran Andrés Felipe Solano, Laura Restrepo y Juan Álvarez. Cerró la página de golpe. Ni gratis estaba dispuesto a escuchar eso.
5
El Yojimbo no había leído La divina comedia pero decía saber perfectamente de qué trataba. Era su libro no leído favorito. Por eso, cada vez que Navarro lo contactaba para sumergirse en la deepweb, le pedía que lo llamara Virgilio. Navarro se resistió tanto como pudo las primeras veces, pero era contraproducente; sin el juego de roles el Yojimbo no operaba igual y se mostraba negligente y grosero. Daba por terminada la incursión al cabo de pocos minutos alegando dolor de cabeza o problemas informáticos que no puedo explicar ahora y que usted de todas formas no entendería. Navarro terminaba cediendo porque efectivamente no podía hacerlo solo: necesitaba un guía para recorrer los diferentes niveles de la red subterránea sin perderse. Y aunque sus búsquedas se limitaban siempre a elementos conferencísticos, era prudente estar acompañado por si la cosa se ponía densa.
En un primer nivel estaba el tráfico de utensilios y accesorios. Se conseguían micrófonos adulterados que filtraban las redundancias y los gazapos idiomáticos. Nadie sabía a ciencia cierta si realmente funcionaban, pero igual se vendían bastante bien y se sospechaba que más de un escritor latinoamericano los usaba religiosamente. También se conseguían botellas de agua ilegales, sillas ilegales y atriles ilegales, incluso se podían comprar preguntas y respuestas ilegales escritas especialmente para garantizar el éxito de la conferencia.
En un segundo nivel se encontraban conferencias que habían sido descartadas y sacadas de circulación porque se había cancelado la publicación del libro a última hora. Fresán, por ejemplo, había publicado Jardines de Kensington en 2003 y El fondo del cielo en 2009. La historia oficial afirmaba que se había dedicado al periodismo literario y a un exhaustivo trabajo de recolección documental durante esos seis años intermedios. Pero la deepweb demostraba otra cosa, con él y con otros tantos escritores. Los baches sospechosos estaban poblados de libros apócrifos, a veces trilogías enteras, que se habían escrito, editado, impreso y lanzado… hasta que la editorial abortó el proceso de divulgación y circulación. Los libros habían tenido un único evento de lanzamiento con su correspondiente conferencia, pero cuando dicho evento había devenido en caos (una declaración imprudente, una estadística inconveniente, una acusación[3]) la editorial, por temor a la controversia y el desprestigio, había preferido enterrar el evento con libro incluido. Los directivos de la editorial habían convencido a Fresán (o al escritor de turno) para que suscribiera la afirmación y enterrara esa novela o ese libro de cuentos y se ocupara de la elaboración del siguiente alegando los siempre proverbiales bloqueos de escritor. Pero el evento había quedado grabado y a pesar de los controles, las eliminaciones y las destrucciones de material físico, los archivos se habían filtrado y habían ido a parar a los predios de la deepweb. De este modo Navarro terminó enterándose de la existencia de cinco libros apócrifos de Fresán que no figuraban en las bibliografías oficiales. No era el único. Piglia tenía seis, Alan Pauls doce y hasta el mismo Bolaño tenía una terna nunca mencionada por los bolañistas bogotanos. Uno de los libros se titulaba justamente Borrado de memoria.
Sólo hasta el tercer nivel Navarro consiguió lo que necesitaba: conferencias apócrifas; grabaciones no oficiales hechas por funcionarios inescrupulosos o por asistentes rasos desde dispositivos ingresados ilegalmente a la sala. Registros alternativos que habían pasado las requisas y los controles pero que en algún punto de la cadena habían sido descubiertos, decomisados y aparentemente destruidos. A veces el descubrimiento de la captura ilegal se hacía in fraganti, durante el propio desarrollo de la conferencia, a veces se hacía al terminar el evento gracias a una requisa sorpresa y en otras ocasiones se llevaba a acabo cuando el usuario estaba intentando compartir la información mediante upload. Sea como fuere, una vez confirmada la existencia de una captura ilegal, se procedía a su borrado inmediato. No obstante, algunos hackers eran capaces de resucitar estos materiales, exhumarlos desde los cementerios digitales y repatriarlos hasta la deepweb para ponerlos a disposición. De este modo Navarro estuvo en capacidad de escuchar versiones alternativas de varias conferencias canónicas que creía conocer al dedillo y se dio cuenta de que, efectivamente, no sabía nada: había muchas posibilidades de profundizar incluso en ese marco limitado y aparentemente agotado. Lo corroboró cuando encontró versiones alternativas de Derivas de la pesada, versiones grabadas desde la última fila donde la voz de Bolaño se escuchaba diluida por la distancia y la reverberación, versiones donde en primer plano figuraban diálogos y conversaciones de los asistentes poco interesados en las derivas bolañistas. Comentaban resultados de partidos de futbol, detalles de programas televisivos, accidentes de tránsito ocurridos meses atrás y hasta los pormenores de su vida amorosa: una cita de la noche anterior que había fracasado justamente porque ella era fan de Bolaño y él de Isabel Allende o viceversa. Navarro lo encontraba apasionante porque esos registros cutres, plagados de errores y mugre auditiva, también estaban llenos de información adicional que la oficialidad era incapaz de recoger: comentarios burlones sobre la vestimenta de Bolaño, ruidos de aquellos que llegaban tarde y le pedían al vecino un recuento, ruidos de paquetes plásticos, chasquidos, y a veces, cuando la grabadora era lo suficientemente potente o estaba posicionada en una ubicación privilegiada, trazos frenéticos de algún asistente tomando apuntes, como si quisiera transcribir la conferencia entera y en tiempo real. Navarro pronto identificó que estas grabaciones apócrifas, si bien fallaban en capturar el discurso central, daban cuenta de la conferencia como organismo, como si el discurso central emitido desde el orador fuera un big bang capaz de generar múltiples formas de vida a su alrededor: minerales, animales, vegetales, fenómenos varios que nacían, crecían, maduraban, se reproducían y morían cuando el discurso terminaba, los micrófonos se apagaban y se desalojaba la sala. Gracias a la grabación, estas formas de vida se cristalizaban como fósiles sonoros que, aunque valiosos y disfrutables, eran apenas una muestra mínima de todo un ecosistema poderoso, vibrante y entrópico que sólo se manifestaba plenamente in situ y del que Navarro se estaba perdiendo por su fundamentalismo abstencionista.
Si bien Navarro empezó escuchando los audios apócrifos como hacía con el resto (con audífonos o reproducidos desde el PC), entre más versiones acústicas encontraba de una misma conferencia, mayor era su deseo de generar/simular/reconstruir/homenajear esa polifonía, justificarla plenamente desde lo escénico. Por eso empezó a comprar parlantes pequeños y a utilizar sus escasas influencias en la universidad para que le prestaran auditorios. Se ganaba la confianza del vigilante de turno, le pasaba un par de billetes para que no lo molestara durante las siguientes tres horas, aseguraba las puertas y se ponía manos a la obra. A partir de cálculos complicadísimos que tomaban en cuenta la reverberación, el eco y la refracción, había logrado determinar a qué distancia estaban las grabaciones entre ellas y con respecto al micrófono de Bolaño. Ubicaba en el atril o en la mesa principal un parlante conectado a la grabación oficial de Derivas de la pesada, y alrededor, conforme un diagrama previamente trazado, posicionaba las demás grabaciones también conectadas a parlantes respectivos: dos en primera fila, siete en la fila del medio, cuatro en la penúltima fila, dos cerca de la salida de emergencia y uno adyacente a la entrada principal. Sin embargo, el diagrama ofrecía sólo una aproximación que la realidad concreta y las condiciones específicas de cada auditorio insistían en contradecir y replicar. Tuvo que hacer muchos ensayos, ajustes en términos de distancia, volumen, ecualización, sincronización, tuvo que cambiar la disposición de varios muebles y hasta cambiar de auditorio cuando identificada que el problema era del inmueble o de ciertos materiales de la bóveda interna que resultaban incompatibles con el quimérico auditorio Hall Proteo que alojó a Bolaño en la emisión original.
Cuando tenía lugar un aborto de auditorio, se desperdiciaba no solo todo el trabajo de preproducción sino la relación cultivada con el vigilante. Había que conseguir otro auditorio más acorde, probablemente en otro departamento, otra dependencia, otra facultad y otra jurisdicción. A veces las transiciones eran fáciles y fluidas porque los celadores se conocían entre sí: eran cuñados o habían hecho el curso de capacitación juntos o habían trabajado antes en tal o cual centro comercial o habían compartido banquillo en algún equipo de microfútbol barrial. Pero generalmente no era así y se hacía necesario cultivar una nueva relación de cero: termos de tinto, empanadas, interminables partidas de póker con barajas incompletas, charlas sobre películas de Van Damme y Stallone, hasta que la relación llegaba a un punto donde las formalidades se aflojaban y era pertinente hacer la pregunta de rigor: “El auditorio tal no se usa mucho después de las seis ¿cierto?”.
Le llevó tres meses y veintiún días culminar la reconstrucción, echando mano de diecisiete grabaciones alternas, treinta y cinco parlantes de 27 watts cada uno, ocho metros de cable para extensión, dieciocho toma corrientes, quince cargadores, veinticinco pares de pilas doble AA, sesenta y dos metros de cuerda, una docena de trípodes medianos, dos mesas rimax, tres recomendaciones de ascenso y cinco auditorios descartados antes de dar con el definitivo. Y aunque el proceso le implicó sacrificios económicos, peleas con sus jefes, desfalcos, depresiones acústicas y demás, al final valió la pena. Se sentaba en el centro o en la última fila, o en la fila tres del Auditorio B de Economía, y tras accionar PLAY, experimentaba la mejor versión posible de esa conferencia reconstruida gracias a su tenacidad, gracias al trabajo duro y la pasión por el sonido que le habían inculcado películas como The conversation y Blow Up, pero sobre todo gracias a esas diecisiete personas que habían ignorado el letrero de “prohibido el ingreso de grabadoras y dispositivos de registro no autorizados”. Lo disfrutó por la satisfacción del trabajo bien hecho y la meta cumplida, aunque sintió que no hubiera estado del todo mal que un par de bolañistas o al menos Garzón hubiera estado allí para el estreno y cierre de su obra, y pudiera él contemplar en el rostro del otro la satisfacción de participar de esa experiencia sin haber tenido que sufrir todo el proceso de construcción. Saldrían, se despedirían del celador Ramírez prometiéndole una propina final que nunca llegaría y se irían a tomar cerveza para comentar los pormenores del evento. Conversarían durante un par de horas sobre nimiedades relacionadas con la logística y el montaje, con la posibilidad de hacer lo mismo para otra conferencia de otro autor y ya una vez calientes Garzón haría la pregunta definitiva: “¿para qué tomarse tantas molestias reconstruyendo una experiencia que se puede vivir en directo sin tantas pendejadas”?
Navarro no pensaba en Garzón desde su retiro del culto bolañista y se permitió interpretar su incursión onírica como señal para contactarlo. Para cuando se decidió, ya había desmontado la instalación de Derivas de la pesada y se había retirado de la exploración en la deepweb; si apenas haber llegado a los tres niveles de más de quinientos posibles lo había hecho vivir semejante revelación, tenía miedo de llegar más al fondo y descubrir cosas de sí mismo y de las conferencias que en realidad no necesitaba saber[4]. Decidió alejarse un tiempo del Yojimbo y se concentró en explorar la posibilidad que la revelación le abría ¿Sería tan grave asistir a una conferencia en directo? ¿Sería tan difícil flexibilizar su fundamentalismo? ¿Podría suceder que el platillo perdiera sabor después de leer la receta y asomarse a su proceso de cocción? O todo lo contrario ¿ganaría en riqueza y matices? Y lo más importante ¿su necesidad de reconstruir una conferencia “como si fuera en directo” era en realidad una obra de arte, una pendejada como decía el Garzón imaginario o simplemente una manera que tenía su inconsciente de expresarle que ya era hora de salir de la zona de confort? No había de otra. Tenía que hacerlo aunque fuera para llenar huecos, aunque fuera para juzgar cómo se daban las condiciones de grabación mientras tenían lugar, aunque fuera para corroborar o desmentir su prevención. Tenía que empezar a entrenarse de a poco y dado que la FILBO 2017 estaba a la vuelta de la esquina, admitió que estaba dispuesto a dar el paso. Aunque no quería darlo solo. Por eso volvió a contactar a Mario Garzón. Si su doble imaginario había sido el responsable de toda esa crisis, lo mínimo que podía hacer en calidad de representante carnal era ayudar a resolver.
– – – – – – – – – – – – – – – – – – – –
[3] En algunas conferencias el orador era asesinado en cámara durante el evento. Aparecía un tipo desde el público, recitaba unas palabras en inglés, a veces en ruso, a veces en ucraniano, a veces en Navi, a veces en Kinglon, le disparaba en la cabeza al conferencista y luego huía. En principio, nadie supo a qué se debían las muertes, pero generaron ventas exorbitantes por el escándalo. Luego, las investigaciones de rigor condujeron a detectar, aprehender y condenar al asesino serial responsable. Una vez en la cárcel el asesino manifestó abiertamente sus intenciones de colaborar con la justicia: denunció a la comunidad editorial que lo contrató, reveló nombres de agentes, editores, correctores de estilo involucrados, reveló ubicaciones de audios y testigos que respaldaron la información declarada. Gracias a su ayuda, se desmanteló una intrincada red de asesinatos por encargo. Aparentemente, ciertas editoriales inescrupulosas orquestaban la muerte del escritor durante la presentación de su libro. Teniendo en cuenta que los libros de autores muertos se venden bien, los libros de autores muertos durante la presentación de su opera prima se convirtieron en un hit editorial que saturó y colapsó al mercado, permitiendo matar dos pájaros de un tiro: acumular capital en tiempo record y salir de cientos de manuscritos inéditos que llegaban por montones a la editorial; escritores ingenuos que aseguraban tener la siguiente gran novela latinoamericana, el siguiente gran fresco peruano, la siguiente gran radiografía de nuestros tiempos.
[4] No necesitaba saber, por ejemplo, que el asesino serial de conferencistas, gracias a su colaboración con la justicia, consiguió sustanciales rebajas de condena (dos cadenas perpetuas en lugar de las cuarenta y cinco originales) y ciertos beneficios adicionales: la oportunidad de escribir desde la cárcel. Efectivamente, los abogados involucrados en su proceso señalaron lo impecable de su prosa y su gran talento para puntuar en los pocos documentos que tuvo que diligenciar (diarios, declaraciones, testimonios) y les parecía un crimen que tanto talento se desperdiciara. Así pues, lo liberaron de sus obligaciones en el comedor (era asistente primero del cocinero) y le dieron vía libre para escribir lo que quisiera. Empezó con una autobiografía que se publicó con el título de Letra muerta. Resultó un rotundo éxito de ventas, tanto así que varias revistas literarias (Etiqueta Negra, The New Yorker, Granta), empezaron a encargarle artículos, reseñas y reportajes sobre su vida en la cárcel y curiosidades varias del sistema penitenciario. Varios de estos artículos aún hoy se estudian en facultades de periodismo, pero sin duda el que más impacto causó fue El día que el guardia Ramírez dejó de hablarme. Su voz narrativa se hizo tan reconocida que pronto la editorial Random House Mondadori le propuso escribir ficción. El asesino se negó en principio, pero tras pensárselo mejor, no sólo aceptó el encargo sino que lo asumió como reto personal. Dejó de salir al patio y el equipo de baloncesto de su pabellón perdió las finales por culpa de sus ausencias. También abandonó el gimnasio y los guardias tuvieron que forzarlo para que saliera de su celda y se presentara en el comedor día tras día. Estaba tan inmerso en la escritura que trabajaba entre 15 y 18 horas diarias. Cuando terminó su primera novela, se programó una gira por las cárceles más importantes de Hispanoamérica (Cárcel Modelo de Bogotá, Reclusorio Norte de México, Cárcel Pública de Santiago), para cerrar finalmente en la cárcel Estremera de Madrid, ubicada a setenta y cinco kilómetros de la casa matriz editorial. Y aunque las conferencias de la gira fueron grabadas con alta calidad y gran profesionalismo, nunca fueron divulgadas ni puestas en circulación por temor a generar copycats, por temor a que otros asesinos empezaran a escribir, pero sobre todo, por temor a que escritores mediocres empezaran a asesinar.
6
Había que escoger cuidadosamente la conferencia idónea para el debut. Lo ideal habría sido inaugurarse con una versión en directo de Derivas de la pesada pero los viajes en el tiempo aún estaban en una fase muy verde. No era factible, pero podían pensarse soluciones intermedias. Alguien disfrazado de Bolaño recitando la conferencia como si se tratara de un remake. No. Un escritor contemporáneo considerado “el Bolaño de nuestros tiempos”. Tampoco. La única opción realista era asistir a la conferencia de algún miembro de la cofradía bolañista, ojalá en Bogotá y en el contexto de la FILBO. No era mala idea. La FILBO 2017 estaba a menos de un mes. Tendría que hacer maromas para aguantar hasta entonces pero no era imposible, más aun cuando entre los invitados, además de Richard Ford y J.M. Coetzee, figuraba Enrique Vila-matas. Vila-matas. Un miembro honorario del club Bolaño y uno de sus conferencistas favoritos por mérito propio. Definitivamente Garzón era el idóneo para acompañarlo, no porque fueran muy amigos o porque supiera de primeros auxilios, sino porque ya había visto a Vila-matas una vez en vivo por allá en la FILBO de 2010. La única cosa diferente a Bolaño de la que hablaba Garzón era de la vez que había visto a Vila-matas en directo y de lo impactante que se sentía estar a escasos metros de un hombre que había estrechado la mano de Bolaño. Poco después de que Garzón le contara la anécdota por tercera vez, Navarro se dio a la tarea de buscar la famosa conferencia. Tardó, pero la encontró en Ivoox, aunque en una grabación de pésima calidad. La reverberación, el eco y el ruido estructural eran tan molestos que ni siquiera clasificaba como versión alternativa/apócrifa: era simple y llanamente un registro negligente. Normalmente, cuando se estrellaba con una conferencia así la descartaba sin más, pero dado que se trataba de Vila-matas trató de arreglarla metiéndole filtros, ecualizando, apelando a Pro Tools y a Audition para rescatar información. Fue poco lo que se pudo hacer. Al final tuvo que escuchar varias veces, en diferentes condiciones ambientales y valiéndose de distintos equipos: PC, radio de automóvil, iPod. Tomó notas y tras cuarenta y siete reproducciones logró sacar algunas cosas en limpio: 1. el evento se había celebrado durante el lanzamiento de Dublinesca; 2. No había tenido lugar en la FILBO como había dicho Garzón sino en el Colegio Angloamericano por cortesía del festival El Malpensante. 3. El entrevistador había sido Oscar Collazos y había cometido dos errores cruciales: confundir a Vila-matas con García Márquez y mostrarse incapaz de pronunciar correctamente la palabra “excéntrico”.
Por eso a Navarro le daba miedo que alguno de sus conferencistas favoritos viniera al país. La emoción inicial era obvia, la oportunidad de tenerlo cerca y de pedirle que le firmara no uno de sus libros sino una memoria USB llena de conferencias era difícil de resistir. Pero las posibilidades de que la organización del evento lo arruinara todo eran mayores, especialmente en lo que tenía que ver con la asignación del presentador-moderador-entrevistador. Ahí radicaba el verdadero inconveniente. Como en el teatro y en el cine, el conferencista necesitaba alguien capaz de darle una buena réplica, alguien capaz de ofrecer un contrapunto óptimo para elevar el nivel de la interpretación. En Colombia claramente no había nadie a la altura de Vila-matas y tal vez por eso los afiches promocionales del evento se habían cuidado de omitir esa información. “Vila-matas en Bogotá. Mayo 14. Auditorio León de Greiff. 6pm. Entrada libre”. Hora, lugar y hasta indicaciones de cómo llegar desde cualquier parte de la ciudad, información sobre parqueaderos cercanos y duración aproximada del evento, pero nada sobre el moderador. Navarro se puso en contacto con los organizadores por varios medios pero no le dieron razón. No estaban autorizados a divulgar información de ese tipo. Le escribió un correo a Garzón invitándolo al evento, pidiéndole que fueran juntos para regresarle su ejemplar de Entre Paréntesis y “tratar un par de temas pendientes”.
7
Llegó al auditorio con tres horas de antelación para corroborar la información con los vigilantes y con el personal de logística. Tampoco le soltaron prenda. Optó por hacer la fila para descartar in situ. Sabía que la iban a embarrar, sabía que iban a poner a un chiflamicas no calificado pero no sabía exactamente a quién, no sabía qué tipo de error cometerían exactamente y esa intriga lo mantenía allí anclado. Podrían asignarle la tarea a Fabián Sanabria para jugarse la carta de la institucionalidad, o la carta del yuppie aristócrata vía Juan Gaby Vásquez, o la carta feminista vía Melba Escobar, Pilar Quintana o Laura Restrepo o la carta de la nueva voz homosexual vía Guiseppe Caputo. También existía la posibilidad de que se estuvieran reservando un As inesperado, un invitado mucho más idóneo e impactante, dado que la coyuntura de la FILBO permitía ampliar el catálogo. Semanas atrás había leído que Rodrigo Fresán estaba considerando visitar Colombia. Posiblemente estaba convocado para hablar en directo con Vila-matas proporcionándole a Navarro la oportunidad no solo de inaugurarse en la asistencia de conferencias en directo sino de completar su colección de crossovers. Navarro se entusiasmó nada más pensarlo y contempló la posibilidad de que una vez desbloqueado ese logro de coleccionista, podría zafarse de su apego enfermizo a la conferencia y volver a la vida que llevaba antes de todo esto. Volver a escribir crítica de cine, volver a dibujar, incluso intentar hacer películas de nuevo, como todo un hombre. Tal vez por eso los funcionarios no le habían dicho nada. Querían que se esforzara y lo dedujera por sí mismo. Temían que la noticia causara demasiado revuelo. Fresán probablemente habría requerido discreción. Quería que su visita fuera una sorpresa y un plus para los seguidores fieles de ambos; no como escritores sino como artistas de conferencia. Un seguidor vulgar lo pasaría por alto; pero un adepto al fenómeno conferencístico no se lo perdería y con seguridad estaría allí, de primero en la fila (Navarro estaba de tercero, pero la idea era la misma) aún sin anuncio de por medio.
Garzón no se veía por ninguna parte a pesar de que habían quedado de encontrarse antes de las seis. Navarro no se sorprendió. Continuó haciendo fila y como aún quedaba más de una hora antes del inicio del evento, pensó que podría amenizar la espera escuchando alguna conferencia del propio Vila-matas. Pero nada más pensarlo entró en una disyuntiva. Nunca había estado en una conferencia de verdad así que no sabía cómo comportarse, no sabía qué se estilaba en esas situaciones previas. ¿No escuchar nada para saborear la espera? ¿Escuchar música, noticias, deportes? ¿Sería un gesto demasiado redundante hacer fila para una conferencia mientras se escuchaba otra conferencia?[5] Escuchar un audio del propio Vila-matas podría ser tan redundante como ratificador. También podría arruinarle el momento y hacer que la conferencia en vivo se le antojara derivativa y repetitiva por comparación/saturación. Era mejor entonces escuchar una conferencia antagónica para neutralizar la ansiedad de la expectativa y llegar casi virgen, como si se tratara de un anciano con Alzheimer que hace una fila y no recuerda por qué la está haciendo pero sobrevive en él la expectativa entusiasta. Intentó determinar quién sería un buen autor de conferencia completamente antagónico a Vila-matas. Hizo una lista de doce candidatos y fue eliminándolos uno a uno por diferentes razones: coherencia, fuerza de la voz, seguridad, calidad de grabación. Cuando ya estaba en las semifinales, abrieron las puertas y la fila empezó a moverse.
Lo requisaron buscando cámaras y grabadoras. No tenía ninguna pero el gesto lo hizo pensar en el registro del evento. Seguramente la universidad haría una grabación oficial para adjuntarla al informe final de gestión; probablemente la subirían a algún portal institucional. Así que no había sido en vano el viaje después de todo. Podría corroborar la teoría del presentador no idóneo y al mismo tiempo asistir al making of, al rodaje de ese video que luego seguramente vería en YouTube o en la página de la universidad o que tendría que conseguir por vías menos ortodoxas en caso de que decidieran no subirlo, en caso de que la conferencia contuviera ideas demasiado anti institucionales que no convenía divulgar para guardar el buen nombre de la alma matter, la facultad de artes, la maestría en escrituras creativas y todo lo que representan. Navarro se relamió ante las probabilidades placenteras del suceso: volver a escuchar la conferencia una vez subida en alguna página y verse a sí mismo oyendo la conferencia en dos instancias ontológicas diferentes. Él allí entre los asistentes, en la tercera o cuarta fila, con la coronilla empezando a despejarse y él detrás del computador o en medio de los audífonos volviendo a escuchar la conferencia que presenció en directo, como quien escucha una canción querida y espera el solo de guitarra.
Nada más entrar y fijar su mirada en el escenario, se dio cuenta de que sólo había una silla verde y acolchada. Le pareció haberla visto antes en los pasillos de su facultad y pensó que, con seguridad, estaba asignada al conferencista principal. No había silla para el moderador, así que, después de todo, era probable que Vila-matas diera la conferencia solo. Un tanto a favor de la organización, en caso de ser así. Nunca se había hecho antes y era bastante inusual, pero dadas las circunstancias parecía ser el escenario más plausible. A lo mejor le habían diagnosticado alguna enfermedad terminal al escritor español, le habían dado pocos meses de vida y ante la noticia había caído en cuenta de que ésta podría ser una de sus últimas apariciones públicas. En consecuencia, había decidido entregar lo que nunca había entregado, hacer algo que nunca había probado antes y para eso necesitaba estar solo. Podría ser. No sonaba nada mal.
Una vez se sentó, Navarro barrió el auditorio con la mirada tratando de encontrar gente conocida de quienes esconderse, para evitar saludar y dar explicaciones. También buscó la cámara que usaría la universidad para grabar. Sólo vio una, muy atrás: parecía una Sony PD-100 pero no estaba seguro. No sería una grabación de calidad pero sería una grabación al fin y al cabo. Calculó el rango de visión del aparato y se reubicó para alcanzar a quedar registrado. Notó que a lado y lado del escenario reposaban micrófonos inalámbricos empotrados en trípodes[6]; probablemente para la sesión de preguntas y respuestas. Sonó el timbre del primer llamado, como en el teatro. Alguien de personal logístico se acercó a la silla verde y puso una botella de agua en frente. Timbre de segundo llamado. Varios asistentes verificaron su celular y las luces bajaron. Algunos asistentes de la primera fila pusieron grabadoras periodísticas sobre el escenario, apuntando a la silla verde. ¿Cómo evadieron los controles de la entrada? Dos, tres cinco grabadoras que de lejos parecían ratones a punto de emprender una carrera. No confiaban en el registro oficial del evento. Hacen bien, pensó Navarro, al tiempo que entendió que por haberlos visto se había condenado. Ahora tendría que hablarles para pedirles una copia. Tendría que engatusarlos con algo, decir que estaba haciendo su tesis sobre Vila-matas y que necesitaba una copia de ese audio con suma urgencia. Apelaría a su compromiso con la academia, a la solidaridad de gremio y prometería incluirlos, faltaba más, en los agradecimientos de la inexistente monografía, y si llegara a publicarse, por supuesto que compartiría las regalías con ellos. Sólo es que me des el audio, tu número de celular, tu correo electrónico, tu número de cuenta bancaria y listo. Yo me encargo del resto. Reconoció para sí que era una mentira floja pero alguno de los siete grabadores apócrifos seguramente caería, puede que un par. Y un par de audios de respaldo más el audio oficial de la conferencia (que esperaba fuera bueno) bastarían para armarse una idea tridimensional de la conferencia y regodearse en la experiencia de reconstrucción. De hecho, ahora sería mucho mejor y más completa: tendría la vivencia en directo como marco referencial para cotejar y podría llegar más lejos tanto en la mímesis como en los experimentos de distanciamiento.
Timbre de tercer llamado. Finalmente. Las luces se atenuaron y un spot light empezó a seguir la entrada parsimoniosa de Vila-matas. Vestía de negro, estaba despeinado, como siempre, pero se veía gigantesco en directo, aunque también un poco demacrado. Probablemente lo de la enfermedad era cierto. Un par de ancianos de la tercera fila iniciaron un aplauso que poco a poco contagió a la multitud. Navarro trató de emular el gesto pero le costó. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que había estado en un evento público que su memoria muscular estaba atrofiada. Tuvo que mirar a los demás para emular el gesto. Cuando finalmente lo logró, la ovación ya se estaba apagando y sus aplausos solitarios y torpes generaron un brote de incomodidad que alcanzó al propio Vila-matas. El escritor trató de ubicar con su mirada la fuente de los aplausos tardíos pero una luz demasiado fuerte le impedía reconocer caras en el auditorio. Desistió, se sentó y mientras destapaba la botella y la olisqueaba, Navarro experimentó una corroboración terrible: las conferencias en vivo eran efectivamente una pendejada vulgar. En caso de que se lo preguntaran luego, estaría dispuesto a admitir que sí, experimentó cierta emoción mientras lo vio aparecer, mientras vio su melena canosa y demás, pero la emoción cesó poco antes de que el escritor terminara su recorrido y se sentara para disponerse a empezar. Una emoción del tamaño de diez pasos. Una emoción refleja y corriente, probablemente como la eyaculación: explosiva, efímera y a la larga insatisfactoria.
El “Buenas noches” amplificado de Vila-matas interrumpió sus pensamientos y lo regresó a la realidad. No era para tanto, era cierto, pero a lo mejor podría sacar algo en limpio de todo eso. Podría ser peor; al menos habían tenido la decencia y los cojones de abstenerse de invitar presentador alguno. Y no acaba de completar el pensamiento cuando alguien salido directamente del público, pasó a su lado rumbo al escenario. El desconocido subió de un salto, obviando las escaleras y cuando se puso bajo la luz su identidad quedó al descubierto: se trataba de Víctor Viviescas. Un tramoyista acercó una silla rimax y la puso junto a la de Vila-matas, otro empleado le entregó a Viviescas un micrófono y un tercer funcionario logístico le alcanzó una botella de agua. El público estalló en aplausos y chiflidos. Una logística de bienvenida mucho más compleja para el moderador que para el invitado mismo. Sólo en Colombia. Confirmado su peor temor, Navarro no tuvo más remedio que retirarse. Por suerte y por instinto había elegido una silla relativamente cercana a la salida de emergencia.
– – – – – – – – – – – – – – – – – – – –
[5] Y la situación le recordó otra previa que tuvo cuando una vez puso un playlist de conferencias en su PC de manera aleatoria, y salió a la calle a desayunar a almorzar o a hacer cualquier otra actividad de domingo mientras escuchaba en su MP4 el mismo playlist del PC, también reproducido en modo aleatorio. 10 conferencias. 10 autores. Todos relacionados con Bolaño pero sin forma de saber cuál vendría a continuación tanto en su oído inmediato como en su aoido ausente en el apartacgho. Y su fantasía siempre era salir, hacer lo que fuera que viniera hacer, y cuando entrara al menos que por fuerza de los dos azares compinadas el suyo y el del pc, cuando entrara estuviera sonando la misma pista. No pedía sincronización ni lypsin perfecto, no pedía que al entrar con los audifonos viera en la pantalla la ejecución gestual perfecta de lo que estaba esucchando. No pedía eso (aunque se dio una vez), pero si quería que se diera la coincidencia de pistas al menos. Cada domingo sigue intentándolo y hasta ahora sól ose ha dado 28 veces, es decir menos del 12% del total de veces que ha intentado.
[6] Los micrófonos inalámbricos resuelven bastantes problemas logísticos, aunque también pueden generar toda clase de contratiempos. Uno de los más graves tiene que ver con el mérito de hacer la primera pregunta durante el espacio de Q & A. Termina la conferencia y hay una pregunta en el ala oriental del auditorio. Esa persona levanta la mano primero y se le concede la palabra, pero sólo hay un micrófono y está al otro extremo del auditorio, en el ala occidental. Mientras el micrófono va pasando de mano en mano, haciendo la ruta, puede que haya gente que cobre peaje en forma de otras preguntas. Así que la persona que creyó que iba a ser la primera en preguntar, termina siendo la número diecinueve porque tuvo que pagar 18 peajes de 18 personas que preguntaron en el trayecto. Y puede que de esas 18 preguntas-peaje, tres planteen (repitiéndose entre ellas) lo que la primera persona iba a preguntar. De manera que cuando el micrófono llega ya no tiene nada qué decir: lo recibe, pero lo apaga y se sienta.
Navarro se pregunta si la intención de pregunta es suficiente para catalogar a los otros tres preguntadores como como plagiadores (a pesar de que lo hicieron primero). Se pregunta si es posible registrar/patentar una intención de pregunta, tal como se registrar una intención de voto o como en el mundo judicial la intención de delito es tipificable. En ese caso se trataría entonces de una tentativa de pregunta que podría llegar a ser más valiosa que las preguntas ya formuladas. Y en caso de demostrarse, el conferencista estaría obligado a des-responder las primeras veces que respondió y a contestarle al preguntador pionero tentativo con un esfuerzo adicional de naturalidad, como si estuviera respondiendo por primera vez agregando un plus de amabilidad y encanto a manera de indemnización.
* * *