Foto |©Paola Avendaño
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Fragmento del Capítulo IV de la novela
MANDARINA KILLER
(2022)
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Dios sin duda tendría celos de nuestra carne. Pero no existe ni él, ni tu carne. Natalia, las que una vez fueron nuestras fobias y obsesiones, ahora son solo mías. No importa si me quedo o si me marcho, la naturaleza dicta: Acá no sobra nada, ni nadie. Todos son alimento. Vi en el rostro dócil de Natalia la oportunidad para hundirme en las desnudas aguas del amor y la vida conyugal. La vi una mañana en Génesis, un café bar en el centro de la ciudad donde yo tenía la fortuna de encontrar las mesas libres de ocho a doce del día, desempleado y sin afán de encontrar trabajo me iba a beber café, fumar y leer. Ponían a sonar una música fusión de jazz y electrónica a volumen apenas perceptible. Esa mañana de la primera semana de agosto de 1999, la vi por primera vez. Entró al café, estaba sola, se sentó dos mesas adelante de la mía, pidió a la tendera un café doble y un cenicero, sacó de su mochila de lana un libro que parecía nuevo por la brillante tapa roja, era Los subterráneos, de Kerouac. Primero me enamoré del libro. Yo tenía en ese momento unas fotocopias de Duelo en el paraíso, de Goytisolo. La tendera no tardó en volver a su mesa. Puso el café y el cenicero, con tanta despreocupación y desaliento que disgustó a la muchacha de piel amarillenta y labios delgados. Sacó, no sé de dónde porque no me alcanza el recuerdo, un paquete de Lucky y una caja de fósforos. Mi vejiga me obligó a pararme al baño, cerré mi librillo de fotocopias y le puse encima mi taza vacía, percibí el calor del sol entrando por los ventanales, el bullicio de la carrera 11, el humo de los autos, y el perfumado tabaco Lucky cuando caminé junto a ella. Con un vistazo rápido vi que llevaba veinte páginas leídas de su libro beat y una gargantilla delgadísima color púrpura. Pedí a la tendera un café nuevo, doble, y un Mustang porque se me habían terminado los Pielroja. Entré al baño, cerré y aseguré la puerta, meé, y cuando sacudía mi verga, vino su cara a mí, imaginé su lengua saliendo de sus labios delgados, rozando la punta de mi pene, me tuve que masturbar. Antes de volver a mi mesa, me puse de pie junto a ella. Disculpa, ¿dónde conseguiste ese libro? Acá en Tunja no encuentro esa calidad de literatura. Un par de minutos luego, sentados en su mesa, discutimos porque yo creía que Bolaño era un escritor sobrevalorado y ella lo defendía por Estrella distante y Los Detectives. Dijo que le hubiese gustado viajar a México para encontrarse con García Márquez y Bolaño en una misma fiesta organizada por ella, embriagarlos y guardarlos en el sótano de su casa, algo así como en Misery, pero yo los obligaría a no escribir para que enloquecieran y se mataran entre ellos, dijo sin sonreír, lo cual me hizo feliz. ¿Quién crees que gane?, pregunté. Márquez, obvio, tiene la piel más dura, y él es la misma muerte, dijo y, aplastó su cigarrillo contra la mesa. Dejó el cenicero limpio, sin una sola ceniza. Almorzamos en un restaurante por la misma carrera 11, frente a la comandancia de policía. Bendita sea la chequera de mi tía Helena que me aguantó tantos años el hambre. La invité a La Torralba, a bailar y a escuchar salsa; el calor de los bailarines nos obligó a zafarnos de las chaquetas y las mochilas, las colgamos en el espaldar de nuestras sillas y pedimos cerveza. Bailamos, bebimos. Le confesé mi fobia a las abejas y el amor que le tengo a los ciempiés, me reveló que odiaba su nombre y a su familia por ser cristianos. Natalia, me llamo Natalia, dijo y, sostuvo su cabeza en mi pecho, la abracé como un ebrio aprieta una botella de vino sin destapar, no la quería ver a los ojos porque no recordaba si antes me había revelado su nombre. Compré un paquete de Pielroja, le encendí uno y lo aceptó sin queja. Bailamos y bebimos cerveza, brandy, aguardiente. Pagó la noche de hotel. Me besó con aliento a canciones de Héctor Lavoe. Recordé su nombre cuando mordía su muslo durazno. Aceptó mi entera actitud de embalsamador. Yo solo quería robarle su libro nuevo de Kerouac, pero nos enamoramos.
©Julio Medrano | BABY´S INSANE
Dejé el calor del hogar y la billetera de la tía Helena. Nos atrevimos con Natalia a arrendar una cajita de fósforos, un apartamento para vivir juntos. Nos prometimos, el uno al otro, en carne y fantasma. Me enamoré de su espíritu de artista, de su afán libertario, de su mente punk disfrazada con faldas de lunares, de su cadera levantada a un costado cuando bailaba canciones de Oscar D’ León y Rubén Blades; me enamoré de sus manos cuando escribían poemas sobre mi espalda; su manía de retratarnos con la cámara fotográfica, desnudos, empapados de sudor, de semen, y ese dulce néctar que le escurría entre las piernas, tan delicioso.
Años después nuestra relación, frágil, apenas se sostenía en discusiones banales, prefabricadas. Todo tiene su final. Todo. Su último día no quiso mirarme. Debían ser las diez de la noche. Discutimos porque no regué la planta de primaveras, y ella amaba la planta de primaveras. Luz Alba, su hermana, después de mucho tiempo le habló por teléfono, al fin, habían dejado de hablar porque los cristianos son rencorosos, cuida de mis flores, de mis primaveras, le dijo Luz Alba y dos noches después murió por culpa de un tumor cerebral. Al día siguiente fuimos a una enorme casa en el barrio Centenario donde vivían los papás de Natalia, no me dejó entrar con ella. Pasaron solo quince minutos para que volviera a aparecer. Azotó la puerta al salir, sosteniendo en su mano una maceta con primaveras púrpura y rosa. No regué las malditas plantas. Natalia se sentó en el sofá rojo, ancló la mirada en el piso y comenzó a cantar Ausencia. Seguro que lloraba, sin lágrimas, Ha terminado otro capítulo en mi vida. Estaba cansado de su manipulación psicótica y tiré la planta a través de la ventana. Las primaveras resistieron que el viento las arrancara de la matera durante el vuelo de seis pisos, pero no aguantaron el estallido contra el pavimento. El hombre que amaba hoy se me fue, cantó sin importarle cambiar la letra. Quiero que te largues, me jodiste la vida por completo, dijo.
Al salir del apartamento azoté la puerta con la firme intención de no volver. Pude sacar un morral de cuero donde guardé libros y cuadernos llenos de garabatos que, canalla, en mi juventud llamé poemas. Cuando me disponía a descender por las escaleras del pasillo escuché que abrió la puerta. Agarré la baranda, estaba helada. No quise voltear a verla porque sabía que ella lloraba, sabía que yo no aguantaría ver su fino rostro manchado de pestañina y desandaría los peldaños ya descendidos, miraría sus manos blancas y me arrojaría a consolarla. Decidí bajar, seguir mi camino hacia casa de la tía Helena donde me abriría las puertas y consentiría mi desánimo con abundante cena. Bajé tres escalones más y Natalia gritó te amo. Quise voltear, lo juro, quise voltear y lanzarme a su cálido seno y pedirle perdón por mi cobardía al no querer llevar una relación más estable, al no querer regar la maldita planta de primaveras, al no querer comprar un celular inteligente para que ella me pudiera seguir por redes sociales. Debí voltear a mirarla. Debí saltar y atraparla en el aire para decirle que también la amaba. Debí saltar tras ella.
Escuché a la muerte repetir Natalia, Natalia, Natalia. Se me escapó con el viento hacia el vacío como un silbido perdido seis pisos abajo: Natalia gritó en el sexto piso, en el quinto su llanto se agarró de las ventanas de los apartamentos, en el cuarto ya no había grito, cuando vi su cuerpo pasar en el tercero pensé que ya todo era inevitable, en el segundo recordé que Héctor Lavoe, el 26 de junio de 1988, en Puerto Rico, luego de dar un concierto fue al hotel donde se hospedaba y se lanzó de un noveno piso y quedó vivo, hubo en mí la esperanza de que Natalia pudiera quedar viva después del salto que había dado, podría recuperarlas a ella y a su planta de primaveras; su cuerpo llegó al primer piso y no escuché nada. Cayó seis pisos en lo que me tardo en decir Natalia está muerta.
Quedé ahí, petrificado en la baranda. Llegó la policía, me interrogaron. Le dije a los señores de la ley: Debí voltear cuando salió tras de mí. Debí saltar con ella. La amaba. No fui capaz de mirarla a los ojos para decirle que me perdonara. Quería estar con ella, pero pensaba que el matrimonio lo destruiría todo porque el amor no tiene condiciones, ni reglas, si amas a alguien le das un obsequio sin siquiera pretender que lo acepte. Pero los oficiales no me escucharon. No podían dejar de hablar entre ellos mientras veían el cuerpo de Natalia, como yo vi el cuerpo de José Díaz el primer día de mi trabajo en La esquela, fríjoles estallados sobre la pared, o sopa de mondongo. Natalia voló, y la cámara de seguridad del edificio registró su descenso; esa grabación fue prueba suficiente para que la policía alejara las sospechas que sobre mí tenían, para que me dejaran libre.
Su libro rojo aún reposa en mi biblioteca.
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NOTA BIOGRÁFICA
Nació en la ciudad de Tunja (1985). Poeta, narrador, artista gráfico y periodista cultural. Hizo parte del Taller de Creación Literaria de la UPTC, y del Taller de Narrativa «R.H. Moreno Durán», RELATA, Boyacá. Ha publicado las novelas Fuego de agosto (Premio CEAB, 2021), y Las buganvillas del cadáver (Premio Alejandría, 2016). Autor de los libros de cuentos Arena caliente (Premio CEAB 2019), y Ezis (Fallidos Editores, 2019). Cuentos suyos fueron incluidos en Pandemias crónicas – Relatos del confinamiento (Corporación Alejandría, 2021), en Sumergirse – Antología (Fallidos Editores, 2019), en Todo se sabe en este mundo (Fallidos Editores, 2019), en Árbol del Paraíso – Narradores Colombianos Contemporáneos (Editorial Común Presencia, Bogotá, 2012), en Antología de cuentos Boyacá tierra de escritores, (Corporación Alejandría, 2017), y en la Antología I Certamen Mundial Excelencia Literaria III (M.P. Literary Edition, 2015). Obra suya ha sido publicada en diferentes revistas literarias. Con Mandarina Killer obtuvo la Beca de Creación en Literatura de la Alcaldía Mayor de Tunja, Convocatoria de Estímulos para Procesos Artísticos y Culturales, 2022.